El G-7 es
una institución atípica. Fue fundada en el ya muy lejano año de 1975 como un esfuerzo para tratar de otorgar liderazgo
político colectivo del más alto nivel al bloque capitalista en el mundo de la
Guerra Fría mediante la reunión anual de los líderes de las, a la sazón, siete
naciones más industrializadas.
Su tarea fue
servir como instancia informal creada con el propósito de evitar los grandes e
ineficaces encuentros multilaterales los cuales, la mayor parte de las veces,
concluían en atrofia y burocratismo. Se pretendía agilizar las relaciones entre
“los verdaderamente importantes” mediante un mecanismo de diálogo directo y espontáneo.
Hoy, muchos
ven en el G-7 una obsolescencia del siglo XX. Los integrantes de este grupo hace tiempo dejaron
de ser las únicas y verdaderas potencias económicas del planeta. En los años
setenta los siete acumulaban poco más del 70 por ciento del PIB mundial, pero hoy
representan poco menos del 40 por ciento.
Peor aún,
hoy en un mundo contaminado por el auge de populismos, nacionalismos y nuevos autoritarismos,
los siete ya no defienden con el mismo ahincó
del principio sus pretendidos valores
comunes: democracia, libre mercado, derechos humanos y vigencia del derecho
internacional.
Dos de sus
miembros más conspicuos, Donald Trump y Boris Johnson, son políticos poco
afectos al multilateralismo y a los compromisos globales.
A ello debe sumarse
la debilidad actual de tres gobernantes: Italia tiene un gobierno de transición
(y la amenaza demagógica de Salvini), Trudeau enfrentará pronto una difícil
elección y Merkel va de salida.
Fue el
anfitrión de la pasada cumbre en Biarritz, Emmanuel Macron, el único más o
menos capaz de echarse al hombro la agenda global. Algo logró en la cuestiones de
seguridad mundial en los casos de Irán y Libia. Pero con la principal potencia
mundial gobernada por el proteccionista y nacionalista Trump es imposible
avanzar demasiado en el renglón de la
liberalización de mercados, así como en la protección del ambiente y la promoción
mundial de la democracia y los derechos humanos.
¿Puede hacer
algo el G-7 para renovarse? Durante la crisis financiera de 2008 surgió el G-20
con un formato más representativo, pero el cual pronto demostró sus
limitaciones y su falta de capacidad para arribar a decisiones de envergadura.
Una
propuesta de realpolitik consiste en incluir en el G-7 a India y China,
readmitir a Rusia (expulsada tras la invasión de Crimea) y convertirlo en un
foro de diálogo periódico dedicado primordialmente a los temas de seguridad
global como el desarme, la lucha contra el terrorismo y las amenazas contra la
paz, para dejar -en general- el resto de los asuntos a otras instancias. Una
triste y limitada opción, pero quizá la única viable en este momento.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna
Hombres Fuertes, 28 de agosto de 2019
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