Mal, y mucho, la están pasando dos de los partidos liberales más significativos de Europa, y eso que ambos lograron hace poco reingresar al gobierno después de muchos años (décadas, en el caso británico) de ostracismo en la oposición. Me refiero a los alemanes del FDP y a al Lieral Party de Nick Clegg.
En Alemania el liberalismo esta pasando de obtener un excelente 14.6% en las elecciones generales más recientes, que les permitió firmar una coalición con la Unión Demócrata Cristiana de Angela Merkel, a poner en duda incluso su supervivencia parlamentaria, de acuerdo a lo mal posicionado que está en las encuestas. El gran responsable de esta debacle es Guido Westerwelle, máximo dirigente liberal, convertido hoy en uno de los políticos menos populares del país. El elocuente ministro de relaciones exteriores alemán de 49 años ha sido acusado de aguda ineficiencia al frente de la diplomacia alemana, nepotismo en beneficio de su pareja -el empresario deportivo Michael Mronz- y de un manejo bastante torpe frente al semiescándalo de Wikileaks. Más grave que los traspiés del frívolo Westerwele ha sido embargo la pérdida de identidad de los liberales. El matrimonio en la centro-derecha alemana ha redundado en un abrazo del oso (y no de Bruno) para el más chico. Los liberales han logrado que muy poco de su programa pro empresa privada y anti estatista sea adoptado por el gobierno. En marzo habrá comicios locales en el rico Land sureño de Baden-Württemberg. Un mal resultado liberal en esta región tan dinámica económicamente y tan propensa al liberalismo seguramente sellará la suerte de Westerwelle en el próximo congreso federal del partido, que será en mayo.
Los liberal-demócratas británicos están también hundidos en las encuestas a menos de un año de la formación de la coalición gubernamental con los tories. Nick Clegg ha caído al papel de héroe pre-electoral a Judas de la política británica -como él mismo ha reconocido en una entrevista a la revista Prospect, y su partido no ha logrado convencer a la gente de que los rudos ajustes presupuestales aprobados en la Gran Bretala hubiesen sido peores sin ellos en el poder. El pronblema de los liberales-demócratas es también de identidad. El tradicional Partido Liberal se fusionó en los años ochenta con una escisión de los laboristas, por lo que sus tradicionales postulados debieron correrse a la izquierda, un fenómeno que se fue agudizando en los años noventa, durante los gobiernos de Blair, así los liberales incluso pasaron a estar más a la izquierda que los laboristas. Por ello es que el pacto de coalición con el Partido Conservador cayó en el hígado de muchos de sus militantes sobre todo enlas zonas urbanas. Es un descontento con el que Nick Clegg ya contaba y que esperaba ir superando con el tiempo y con el argumento de que ni tenían votos y escaños para gobernar, ni podían mantener al desgastado Partido Laborista en Downing Street, ni podían dejar pasar la oportunidad de moderar el radicalismo conservador de los tories gobernando con ellos, ni, quizás por encima de todo, podían dejar pasar la oportunidad de ejercer el que parece su destino electoral en el mejor de los casos: demostrar que las coaliciones son una forma de gobernar más democrática y tan eficiente como las mayorías absolutas.
Pero estas explicaciones no le han servido de nada al pobre de Clegg. La revuelta estudiantil contra el significativo aumento de las tasas universitariasha sido la gota que derramó el vaso. Los sondeos otorgan a los liberales-demócratas una intención de voto de entre el 11% y el 8%, frente al 23% que lograron en las elecciones de mayo pasad para mayo los británicos serán llamados a referéndum para aprobar o rechazar una reforma electoral que de lugar a alguna forma de proporcionalismo electoral en la Gran Bretaña y con los liberales (principales beneficiarios de la reforma) convertidos en objetivo del voto de castigo, las posibilidades de que gane el sí empiezan a parecer muy remotas, y un revés en ese referéndum podría sentenciar a muerte a la coalición.
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