Pero, pese a sus muchos detractores, lo cierto es que las cumbres han servido para el propósito de acercar posturas entre dirigentes mundiales, reducir tensiones, construir consensos e intentar liderazgos colectivos. Por ejemplo, pocos cuestionan las aportaciones que a la preservación de la paz mundial efectuaron las cumbres entre los mandatarios de Estados Unidos y la Unión Soviética durante la guerra fría logradas, desde luego, no sin dificultades e incluso sufriendo eventuales retrocesos; y solamente la institucionalización de un Consejo Europeo, que no es más que la reunión semestral de los gobernantes de sus países integrantes, fue capaz de dotar a la Unión Europea de un órgano eficaz para la toma de decisiones comunitarias.
Actualmente, las cumbres periódicas se han extendido a prácticamente todas las regiones del mundo. Recuérdense, entre otras, las reuniones de la APEC, la ASEAN, la OTAN, la Organización de la Unidad Africana, el Grupo de Río y las Cumbres Iberoamericanas. Algunas más útiles y exitosas que otras, en general permiten el estrecho contacto entre los presidentes y una mejor comunicación para arribar a acuerdos para la defensa de intereses y el combate a problemas comunes.
Las cumbres son relativamente recientes en la historia de la diplomacia mundial. Analistas como John Kirton aseguran que las cumbres ”representan la tercera y, en algunos aspectos, más efectiva de las grandes olas internacionales de construcción de instituciones de la posguerra, siendo la primera de estas olas la construcción de la ONU y sus agencias especializadas en los años inmediatos al fin de la II Guerra Mundial, y la segunda la creación de organismos multilaterales complementarios a aquéllos, como el GATT, la OECD, la ASEAN, la OTAN y la Agencia Internacional de Energía (AIE), por citar algunos” .
Las cumbres aparecen como un intento de suplir las insuficiencias de los organismos multilaterales en la tarea de contener las recurrentes crisis políticas y económicas internacionales que suceden en el mundo desde los años setenta. El fracaso del FMI para salvar el sistema monetario internacional nacido en Bretton Woods, la ineficacia de las instituciones especializadas para responder efectivamente a los shocks energéticos y políticos de Medio Oriente, y la incompetencia mostrada por Naciones Unidas para manejar el nuevo orden económico internacional resultado de estas sacudidas, obligaron a establecer mecanismos más directos de coordinación en los que los mandatarios procuraran, por lo menos, intercambiar puntos de vista y darse una oportunidad para la reflexión.
En ese sentido, el G8 es un esfuerzo peculiar para otorgar un liderazgo político colectivo del más alto nivel a un mundo turbulento. Inaugurado en 1975 como un mecanismo sui generis de alto nivel para propiciar la reunión periódica de los líderes de las siete naciones más industrializadas del mundo capitalista (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido), el Grupo de los Siete (a partir de este año, de los Ocho) era concebido por sus dos principales promotores, Valery Giscard d’Estaing y Helmut Schmidt, como una instancia informal creada con el propósito de evitar los grandes e ineficaces encuentros multilaterales, que la mayor parte de las veces concluían en atrofia y burocratismo. La esencia de estas cumbres residía en agilizar las relaciones entre las potencias mediante el encuentro directo de sus jefes de Estado y en implantar, de esta forma, un mecanismo espontáneo de intercambios no burocrático y dueño de vida propia entre “los que realmente cuentan”.
Claro, desde el principio la integración de un club tan “exclusivo” provocó protestas del resto de la comunidad internacional. Por un lado, de las potencias económicas medias (como los Países Bajos, Bélgica o Suecia) y de los países en vías de desarrollo más habitados (India, Indonesia y China), que se sentían con suficiente derecho y representatividad para ser considerados miembros del grupo; por otra parte, del mundo en desarrollo, que reprocha al G8 su supuesta pretensión de hablar y decidir en nombre de la humanidad; y, por último, de aquellos que consideran que se está relegando a la ONU y al resto de los organismos internacionales a un segundo plano en beneficio de los países más ricos.
Los creadores del G7, sobre todo Giscard, pretendían que esta institución sirviera como un foro para tratar de establecer consensos entre las grandes potencias exclusivamente sobre temas de macroeconomía, política monetaria y comercio internacional. Pero, paulatinamente, los aspectos de política y de seguridad mundial, relegados en una primera parte, cobraron importancia, sobre todo a partir del inicio de la década de los ochenta, con el recrudecimiento de la guerra fría. Prueba de ello es que los acuerdos más importantes alcanzados en las cumbres del G7 tuvieron que ver con las cuestiones de política internacional. Compromisos trascendentales sobre el combate al terrorismo, el desarme, las relaciones Este-Oeste, la defensa de los valores democráticos, la guerra Irán-Irak y la invasión soviética a Afganistán fueron fruto de las conversaciones sostenidas en las cumbres.
Evidentemente, con esto no se quiere decir que el impacto del G7 en la economía internacional haya sido intranscendente. En las cumbres se han logrado importantes acuerdos, como los que permitieron destrabar, en su momento, las rondas de Tokio y de Uruguay del GATT, así como los consensos logrados para tratar de aliviar en algo el peso de la deuda externa a países en vías de desarrollo, como los alcanzados en París en 1989 y en Halifax en 1995. Dicho sea esto sin dejar de reconocer los muchos fracasos, a veces estruendosos, que ha sufrido el G7 durante su historia, e incluso la futilidad de algunas cumbres.
Fue, entonces, en los ochenta cuando se comenzó a percibir al G7 cada vez más como un organismo garante de la seguridad global, tendencia que se reforzaría en los noventa tras el fin de la guerra fría y el advenimiento de un confuso “nuevo orden internacional”. Asimismo, poco a poco los líderes de las democracias industrializadas han ido incorporando a la agenda los temas “globales” que afectan a la sociedad contemporánea, como el tráfico de drogas, la defensa del ambiente e incluso la propagación del SIDA.
La cumbre de 1998 marcó el inicio de una nueva era del G8. Fue la primera en la que Rusia participó como miembro oficial del “club”; en la que los gobernantes se encontraron verdaderamente solos, sin la presencia de ministros o asesores; y en la que se estableció una agenda limitada con temas precisos anunciados con antelación, que en esta ocasión fueron tres: empleo, lucha contra el crimen organizado y la crisis financiera asiática. El resto de los temas económicos y de política internacional fueron tratados en reuniones paralelas sostenidas por los ministros de Finanzas del G7 (de las cuales Rusia aún es excluida) y del los ministros de Relaciones Exteriores del G8.
Para bien o para mal, y ahora que la reforma a las Naciones Unidas está empantanada, sobre todo en lo concerniente a la conformación del Consejo de Seguridad, el G8 asume un nueva dimensión en problemas de seguridad y política internacional, lo cual, aunado a su renovado protagonismo económico, lo podría convertir en el instrumento global de toma de decisiones más prominente en el escenario del fin de siglo, por encima de otras instancias y organizaciones formales de carácter multilateral.
Ahora bien, a partir de la polémica Cumbre de Génova en 2001, en la que hicieron su aparición los moviientos antiglobalización, y con la eclosión e el scenario internacional de nacienes perfiladas a ser potencias económicas, se han multip´licado las voces de qines demandan la ampliación del grupo. Un G5 (México, Brasil, Sudáfrica, China e India) ha empezado a entablar reuniones paralelas a los ocho. Pero la creación de este G5, en el que participa México, y las críticas a la informalidad del G8 serán temas de un post posteriores.
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