El último día de 1999 Boris Yeltsin sorprendió al mundo al renunciar intempestivamente a la presidencia de Rusia y dejar como su sucesor al entonces primer ministro Vladimir Putin, un ex espía de la KGB quien se entrenó para pasar desapercibido.
Su éxito no se dio en una revolución o campo de batalla, ni es el caso de un ardiente populista que se haya impuesto en las urnas con discurso antisistema. Su ascenso, meteórico, se dio tras el telón.
Entró en política de la mano de Anatoly Sobchak, alcalde de San Petersburgo. Yeltsin no tardó en reconocer en Putin a un trabajador incansable, tenaz, eficaz para resolver problemas. En 1997 ascendió a vicejefe del gabinete presidencial, solo un año más tarde era designado a jefe del FSB (organismo sucesor del KGB) y en 1999 llegó a primer ministro.
No habían pasado ni diez días de su nombramiento como jefe de gobierno cuando Putin lanzó la segunda guerra chechena. Ahí Putin ganó fama de un tipo duro que no se anda con rodeos.
Durante su primer mandato (2000-04), puso orden en un país a la deriva. Mucho ayudaron para ello los elevados precios del petróleo. La economía nacional se estabilizó, la política interna empezó a endurecerse y en la externa Rusia abandonó su condescendencia con Occidente.
Su segundo cuatrienio (2004-08) estuvo marcado por un autoritarismo cada vez más palmario, asesinatos de adversarios políticos, crecientes violaciones a los derechos humanos y acoso a partidos y organizaciones de oposición.
Tras prestarle la presidencia a Medvedev cuatro años (2008-12), Enfrentó al iniciar su nuevo mandato crisis económica y creciente descontento. Por eso decidió jugar la carta nacionalista. Sus intervenciones en Georgia y Ucrania le dieron lustre imperialista a su régimen.
Hoy, tras veinte años de gobierno, Putin presume estabilidad política (Stabilnost), seguridad pública y, hacia el exterior, una actitud desafiante frente a occidente (que no ante China) y la defensa irrestricta de las minorías rusas en las repúblicas ex soviéticas.
Pero la balanza le va en contra. Apostó demasiado a geopolítica global en detrimento del desarrollo nacional. El nivel de vida de los ciudadanos, en general alto en los años del boom petrolero, ha ido menguando los últimos años de forma notoria. La economía es demasiado dependiente de los precios de los hidrocarburos. El gobierno no ha sido capaz en estas dos décadas de lanzar al país a una economía competitiva posindustrial exitosa, la corrupción es rampante en todos los niveles, el Estado de derecho es frágil, por decir lo menos. El sistema político es cada vez más autoritario, el culto a la personalidad del presidente ya llega a ser grotesco y en política exterior esta pretendida superpotencia va en la ruta de ser un apéndice de China.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en la columna Hombres Fuertes
8 de enero de 2020