Quienes
amamos la libertad saludamos entusiastas hace dos años el advenimiento de las
revueltas civiles que estallaron en varias naciones del Medio Oriente, fenómeno
que se ha dado a conocer como la Primavera Árabe. Llegaban a su fin o iniciaban
un irreversible ocaso regímenes dictatoriales nacidos con la descolonización, los cuales habían
arribado al poder con una generación de líderes cuyo principal objetivo era
consolidar el nacionalismo, separar la religión del Estado y modernizar sus
naciones utilizando una suerte de “socialismo árabe”. Los más destacados de
estos dirigentes serían Gamal Abdul Nasser, el iraquí Karim Kassem, el sirio
Hasem El-Atassi, el yemenita Abdala Al-Salal, el tunecino Habib Bourguiba, el
argelino Ahmed Ben Bella y el mauritano Mouktar Ould Daddah. Se sumarían poco
después a este espíritu socialista y nacionalista Hafez el Assad en Siria, un
tal Saddam Hussein en Iraq y otro “tal”: el libio Muammar Khadafi.
Nacionalismo
laico, socialismo a la árabe y odio a Israel fueron los códigos que
identificaron a estos dirigentes, pero también un desbocado autoritarismo, una
corrupción galopante, un catastrófico desgobierno económico y, en ocasiones, demenciales
cultos a la personalidad. Las rebeliones surgidas en 2011 y qué aún continúan en
su faceta más cruenta en la guerra civil en Siria, despertaron la esperanza de
que algún tipo de democracia reconciliada con el Islam surgiera en las naciones
que valientemente se habían deshecho de sus tiranos, e incluso muchos
propusieron el ejemplo de Turquía, un país aceptablemente democrático gobernado
por un partido islamista moderado respetuoso del sistema democrático y de los
derechos humanos. Sin embargo, desde el principio muchos pesimistas advirtieron
que la destitución de los dictadores laicos solo daría lugar a la asunción al
poder de fundamentalistas musulmanes que lejos de liberalizar a las sociedades
árabes impondrían la sharia y la intolerancia religiosa. Hoy, en vista de lo
que sucede actualmente en Egipto tras el golpe de estado que derrocó al
presidente Mursi, los cruentos enfrentamientos entre sunitas y chiítas en Iraq
y las preocupantes tendencias salifistas que exhiben algunas de las facciones anti
Assad en Siria, e incluso la violenta represión ordenada por Erdogan en Turquía
cabría pensar que los pesimistas tenían razón y que la llamada primavera árabe
era un experimento de origen destinado al fracaso y que la democracia es un
tipo de gobierno completamente incompatible con el islam.
Pero la
realidad, como siempre, es más compleja. Nadie dijo que la democratización de
los países árabes fuera una tarea fácil. El
mundo islámico no logra absorber la naturaleza de la democracia como está
concebida en los países del mundo occidental, puesto que las naciones árabes
tienen como fuente principal de sus instituciones políticas al Corán, que
además de ser la guía de la religión islámica, dicta orientaciones sobre la
organización y funcionamiento de las instituciones de los poderes públicos, y
valores morales. Los líderes de las naciones que vivieron la primavera árabe
deben aprender a congeniar con esta realidad y abocarse antes que nada a
alcanzar paz interna, estabilidad política y un grado aceptable de desarrollo
económico, tareas de suyo difícil que llevará años completar.
La
polarización ideológica que tiene su origen en factores religiosos en estas
naciones, tómese en cuenta que en el mundo árabe el poder religioso sigue
intrínsecamente vinculado al poder político. Estos elementos harán que las
transiciones árabes sean muy sui generis,
muy distintas unas de otras y el resultado no será necesariamente un sistema
político idéntico al de las democracias liberales occidentales, pero quizá sí
sea capaz de, por lo menos, garantizar un mínimo de libertades públicas para
sus habitantes y eviten la entronización tanto de fanáticos religiosos como de
sátrapas megalómanos. Al tiempo.
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