La semana pasada la ciudad de Detroit se declaró formalmente
en quiebra. Se esperaba. Como le pasa a mucha gente, yo también tengo
fascinación por las imágenes de decadencia. Hoy la otrora relumbrante Detroit
expone en sus calles imágenes que bien podrían haber sido sacadas de alguna de
esas películas post apocalípticas. La que fue la cuarta ciudad más grande e
importante de los Estados Unidos padece una debacle que, a su modo, no deja de
ser bella. Desde sus días de gloria como la capital automovilística de Estados
Unidos, Detroit ha perdido casi dos terceras partes de su población. Hay en la
vieja Motown 800,000 estructuras vacías,
la mayoría en estado ruinoso. Algunas de estas construcciones son
verdaderamente magníficas. El deterioro de los antes antes los formidables
edificios tiene un potencial artístico fenomenal e incluso ya está atrayendo
cierto tipo de turismo sigamos “voyerista”. Mucho se ha fotografiado últimamente
la decadencia de Detroit, y ciertamente hay algo de voyerismo en la fascinación
por la decadencia de tan magníficas construcciones. Las ruinas aparecen ya
hasta en las guías: la Estación Central de Michigan, la Planta Automotriz
Packard, el Edificio Metropolitan, los más lujosos hoteles de principios de siglo, teatros, cines y residencias que
van desde el estilo neogótico al Art Decó. Y lástima que algunos de los
mejores ejemplos ya no existen, como fue el caso de los almacenes Hudson
(demolidos en 1998) y del grandioso hotel Detroit Statler (derruido en 2005). Y
es que La época dorada de Detroit fue verdaderamente excepcional. Después de
Nueva York y Chicago los grandes arquitectos iban a Detroit. Se construía de
acuerdo a los dictados de las modas de la época, con materiales de calidad de
la mejor calidad y excelentes diseños. Por eso es que las ruinas de hoy son tan
hermosas.
Hay cada vez más especialistas en fotografiar el ocaso de
Detroit. Entrar en ellos, para fotografiar su letárgico derrumbe, debe ser es
una experiencia abrumadora, como visitar la Acrópolis o las runas de Persépolis.
El chileno Juan Carlos Vergara ha exhibido miles de fotografías. Incluso hace
poco presentó una exposición sobre el tema en el Museo Nacional de Arquitectura
de Washington bajo la rúbrica Detroit is no dry bones (Detroit no es hueso desnudo).
También hace poco salió publicado el
libro The Ruins of Detroit, que recoge fotografías de los franceses Yves
Marchand y Romain Meffre, quienes muestran a través de sus instantáneas la
cruda realidad de una ciudad cada vez más abatida y solitaria. Heidi
Ewing y Rachel Gradyy filmaron un interesante un documental titulado Detropia,
la revista Time dedicó hace un par de años un número completo a las imágenes de
tan impresionante la decadencia urbana e incluso el cine ha incursionado en el
tema, recuérdese la estupenda película Gran Torino, con Clint Eastwood.
En la historia del urbanismo, mucho se ha escrito sobre los
temas de cómo ampliar eficazmente los grandes centros urbanos, pero poco hay
sobre el fenómeno de la contracción de ciudades, y esta
se está convirtiendo en una historia común tanto en el Medio Oeste
norteamericano como en otros países (la ex RDA en Alemania, Rusia, el noreste
de Inglaterra), ciudades ubicadas en zonas de clima poco acogedor pero que en
su día atrajeron gente gracias a el auge de la industrialización. Así se
expandieron Cincinnati, Búfalo, Detroit, Cleveland y Pittsburgh. Pero tras
terminada la Segunda Guerra Mundial comenzaron un lento declive. Menos fábricas
y menos oportunidades de trabajo significaron menos población. Las clases altas
y medias optaron por emigrar a los suburbios. Así, el descenso de la población
en una ciudad presenta muchos desafíos: se recaudan menos impuestos, el aparato
gubernamental deja de estar equipado y no puede prestar servicios, la ciudad se
convierte en un lugar menos apetecible para vivir. Detroit se ha convertido en
la segunda ciudad más violenta de Estados Unidos. La más violenta no se halla
muy lejos, ya que se trata de Flint, Michigan. El desempleo es galopante (con
un índice real del 50%) y con un 36% de los residentes viven por debajo del
nivel de la pobreza. Así, los que se quedan en Detroit lo hacen porque no
tienen más remedio que permanecer ah, es gente con pocos recursos o emigrantes llegados
de las guerras gringas como las de Oriente Medio o Indochina, tal y como se ve,
precisamente, en Gran Torino. Y las locuras no se hacen
esperar. La destrucción por festejar un triunfo deportivo de los Tigres en
Beisbol o de los Red Wings en Hockey es de escándalo, lo mismo que las celebraciones
de Halloween, donde algunos pobladores se divierten provocando pavorosos incendios
en las casa deshabitadas.
Detroit, la Motown, la urbe
invencible y esplendorosa de la General Motors, Ford y Crysler, cuna de los
seductores Cadillac y de la música (entre otros) de John Lee Hooker es la perfecta
metáfora distópica del siglo XXI. Su florecimiento duró unos 70 años. Hoy, avanzar
por sus ruinas, casas incendiadas, rascacielos vacíos, sus espacios ignotos y
su downtown pleno de soberbios
edificios moribundos hoy sólo habitados por indigentes, alimañas y hasta
coyotes debe ser una de las emociones más fuertes con las que puede enfrentarse
un viajero aventurado.
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