¡Vaya que ha
sido abismal la diferencia en las formas en las que la presidenta de Brasil,
Dilma Rousseff, y el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan han respondido
a los respectivos movimientos de protesta que aquejan en la actualidad a los
países que gobiernan! Mientras el gobernante turco recuerda en su hubrys que él
ha ganado tres elecciones generales consecutivas y lanza a sus partidarios a
enfrentarse a los manifestantes, a los que denuncia como “terroristas”, y pretende
legislar para imponer mayores controles a las redes sociales, la mandataria brasileña
ha valorado las manifestaciones como la prueba de la energía democrática de su
país, ha llamado "a escuchar estas voces que van más allá de los
mecanismos tradicionales, partidos políticos y medios de comunicación" y
ha emplazado a una realizar un plebiscito para convocar a una asamblea
constituyente que realice una reforma política de fondo para incrementar la
participación popular en los procesos de toma de decisiones y ampliar los
horizontes de ciudadanía, así como establecer mecanismos más efectivos para el
combate de la corrupción.
En Brasil las
convulsiones comenzaron a principios de mes por un aumento en la tarifa del
autobús y el tren subterráneo en San Pablo, Río de Janeiro, Coritiba y otras
ciudades. Las protestas pronto se ampliaron a otros temas, descubriendo la
frustración generalizada en varios sectores de la vida económica y social, incluyendo
los elevados impuestos, deficientes servicios públicos y el enorme gasto
gubernamental programado para cumplir los compromisos faraónicos adquiridos por
Lula da Silva como la Copa Mundial del 2014 y las olimpiadas del 2016.Las
protestas se extendieron por todo el país de forma tan inusitada como
espectacular.
En Turquía
las manifestaciones comenzaron el 28 de mayo mediante un plantón pacífico
protagonizado por activistas ambientalistas y verdes que querían evitar la tala
de árboles para urbanizar un parque cercano a la Plaza Taksim de Estambul. La
represión policial tres días después desató protestas en todo el país. La
respuesta policial, al contrario a lo que sucedió en Brasil, fue brjutal. Una
violenta intervención de la fuerza pública en la Plaza Taksimno hizo sino
extender las protestas por todo el país. La ONU y los activistas de los
derechos humanos mostraron su alarma por las informaciones recibidas en el
sentido de que las balas de goma y los aerosoles con pimienta fueron dirigidos
directamente a los manifestantes y a muy corta distancia. La fuerza pública usó
además cañones de agua.
Erdogan,
criticó a los manifestantes con un lenguaje belicoso que molestó a los líderes
europeos y, al parecer, ha vuelto a retrasar la entrada del país en la Unión
Europea. Es un hecho que el prestigio internacional del país ha quedado muy
maltrecho. Las protestas han sido dirigidas en gran parte contra Erdogan, un
político ciertamente exitoso pero cuya soberbia lo ha llevado a intentar
incrementar su poder mediante cambios constitucionales y la erosión de las
libertades y valores seculares.
En Brasil,
como en otras democracias emergentes, ha estallado el descontento de una
sociedad que ha accedido a mayores cotas de bienestar, que está más informada y
mejor educada y que justo por eso tolera cada vez peor la desigualdad y los
abusos de poder. Demandan servicios públicos acordes con la presión impositiva
que soportan. Están hartos de pagar altos impuestos y de padecer, a cambio,
pésimos servicios en salud, educación y transporte. La presidente los ha
escuchado y se ha comprometido públicamente a atender sus demandas.
Más allá de
la buena o mala voluntad de los gobiernos el gran problema de todos estos
movimientos espontáneos de protesta es el desgaste que inevitablemente padece una
militancia sin liderazgos ni organización, por ello terminan con la angustia de
ver cómo sus triunfos terminan en nuevas frustraciones justo por no poder
articular sus demandas. El desgaste sobreviene al no encontrar formas de
construir agendas de acciones concretas y en la imposibilidad de mantener un
ritmo constante de protestas diarias. La falta de organización tiene su precio,
y esto lo saben de España a Grecia, de Túnez a Egipto, de Portugal a Wall
Street.
La diferencia, hasta el momento, ha residido en que
los gobernantes genuinamente demócratas tienen la comprensión fundamental de
que la minoría que no votó por ellos en las urnas son tan ciudadanos de su país
que los que sí los apoyaron y por ello tienen derecho a ser escuchados. Saben que
el trabajo de un líder es actuar y decidir en beneficio de los intereses
nacionales y no sólo a favor de seguidores. Los manifestantes turcos se lanzaron
a las calles porque creían que el arrogante Sr. Erdogan no era hostil a sus
intereses, pero éste fue sordo a sus quejas y optó por satanizar a los
disidentes como “terroristas” y “agentes extranjeros” y reprimirlos con gas
lacrimógeno y cañones de agua. El contraste con Brasil, donde Dilma Rousseff ha
insistido en que los manifestantes tienen todo el derecho a protestar y se ha comprometido a atender sus demandas. Dos
mundos radicalmente distintos, no cabe duda.
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