martes, 4 de junio de 2013

Protestas Turcas


 
Arde Turquía. Estambul, Ankara y decenas de ciudades turcas protagonizan las protestas antigubernamentales más violentas desde que llegó al poder hace más de una década Recep Tayyip Erdogan. Se trata de un movimiento popular sin precedente, completamente espontáneo, fruto de la frustración y la decepción de los sectores laicos de la sociedad que han perdido influencia sobre la vida pública del país ante el dominio electoral del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), organización islamista “moderada” que ganó las elecciones generales con una gran mayoría en 2002. Turquía, a la sazón, estaba exhausta tras enfrentar una profunda crisis financiera y por la corrupción e inestabilidad política generada por las constantes intervenciones de los militares en la vida pública.

En realidad nadie puede decir que el gobierno de Erdogan haya sido un fracaso: multiplicó por tres el ingreso por habitante gracias a un crecimiento que superó el 8% en 2010 y 2011, generalizó el acceso a la educación y la salud, convirtió a Turquía en una potencia económica emergente y relegó al ejército a los cuarteles. En su momento resultó una enorme ironía histórica que en Turquía los reformadores de otra época pasaran a ser los conservadores, y viceversa. Erdogan promovió una reforma constitucional que anuló el papel de “vigilante de la buena marcha del Estado” a las fuerzas armadas, lo que le otorgaba al ejército el derecho a intervenir al régimen político. Este estatus de guardián fue objeto de grandes abusos por parte de los militares. Una reforma se hizo urgente para fortalecer la democracia y acercar más a Turquía a la legislación europea. Los cambios aprobados durante el gobierno de Erdogan eliminaron la situación de excepcionalidad que gozaba el ejército, no solo retirándole la función de "policía”, sino también abriendo la posibilidad (hasta ahora inédita) de que los militares respondan por sus actos arbitrarios ante la justicia civil

Pero Erdogan y su partido también hicieron ingresar la religión en el espacio público ante la inquietud de los defensores de la república laica. El velo islámico fue autorizado en algunas universidades, se aprobó una ley que prohíbe la venta de alcohol cerca de las mezquitas, se reprime con cada vez mayor fuerza la libertad de expresión, se multiplican las detenciones ejercidas por la policía contra disidentes bajo pretexto de la lucha contra el terrorismo y se multiplican los intentos por limitar el derecho al aborto y convertir al adulterio en un delito punible por la ley.

La lista de arbitrariedades es larga. Tanto que hoy el país ha estallado en protestas multitudinarias hasta hace poco inconcebibles. Los manifestantes expresan su hartazgo ante un poder que pretende imponerles una forma de vida orientada por el islam. Salen a la calle para combatir a un poder cada vez más autoritario, el cual está amparado por sus constantes éxitos electorales. En Turquía la oposición política partidista ha mostrado su incompetencia. El partido de Erdogan ganó las elecciones generales de 2007 y 2011, con 47 y 50% de los votos, respectivamente. La realidad es que los partidos laicos se han enredado demasiado con un discurso estatizante y obsoleto en lo económico (en México se llama “nacionalismo revolucionario”) y ello les ha restado votos al grado de casi perder toda esperanza de vencer a Erdogan en las urnas, lo que ha ensoberbecido al primer ministro quien, de hecho, comenzó a gobernar en el mismo estilo autocrático que él, como opositor, había criticado amargamente a sus predecesores.

El poder casi absoluto de Erdogan lo ha hecho perder contacto con la realidad del país, de ahí la desproporcionada violencia con la que el gobierno ha reprimido las manifestaciones. El premier llegó a amenazar con lanzar al cincuenta por ciento de los turcos que votaron por él a tomar las calles en su defensa, cosa que muchos interpretaron como una amenaza de guerra civil. Peor aún, acuso al Twitter de ser "la mayor amenaza para la sociedad”, muy en el estilo de algunos de los sátrapas árabes que fueron derrocados recientemente por la vorágine de la “primavera árabe”.

Lo cierto es que el miope gobernante turco no quiere ver es que las protestas  están atrayendo a todos los sectores de la sociedad. A ellas asisten estudiantes, intelectuales, familias con niños, mujeres con y sin velo, oficinistas, desempleados, profesionistas. No hay en las manifestaciones ni banderas ni consignas partidistas. Kemalistas y comunistas han demostrado de lado a lado con los liberales y secularistas. Los une a todos una genuina preocupación de ver a su país dominado por la cerrazón religiosa.

La dimensión de las protestas amenaza el futuro político del ambiciosa Erdogan, quién obligado por las normas de su propio partido a renunciar a la jefatura de gobierno en 2015, no esconde ahora su ambición de aspirar el próximo año al cargo de presidente. Pero ahora su antes casi intachable imagen se ha manchado irreversiblemente.

Grave es para Turquía que un gobierno exitoso tome este derrotero de represión y violencia, y muy peligroso es para el mundo árabe perder la luz de un faro. En efecto, muchos demócratas veían en el partido islamista moderado de Erdogan la oportunidad de constituir un buen ejemplo para la instauración de regímenes democráticos en naciones con mayoría islámica. Hoy la prepotencia de Erdogan está cancelando esta posibilidad.

 

No hay comentarios: