Falleció Giulio
Andreotti, el hombre insignia de la truculenta política italiana de la
posguerra. Sesenta años fue miembro del parlamento y siete veces ocupó la
jefatura del gobierno. Durante todo ese tiempo lució siempre portentosas virtudes
como un gran prestidigitador de la política. Fue acusado de cosas tan graves
como sostener arriesgadas relaciones con
la mafia y mandar asesinar a un periodista, y jamás logró borrar la sombra de cierta
“sospecha moral" por su inacción ante el secuestro de su gran rival, Aldo
Moro. Pero nadie negaba que era él la principal fuente de sabiduría y
experiencia política del país y que poseía una indiscutible fama de proyección internacional. Andreotti fue
ministro "de todo", a partir de 1947, cuando el mítico
"Presidente de la Reconstrucción", Alcide De Gasperi, lo llamó para
colaborar a su lado. Además de la Jefatura del Gobierno ocupó los ministerios del
Exterior, Finanzas, Industria, Presupuesto, Defensa, Cultura y un largo etc. Desde
el primer momento de su destacó Belcebú (como era apodado por sus adversarios) como
astuto operador político en años de dificultades extremas y de dura
confrontación con el comunismo. Promotor de la Unión Europea y de una férrea alianza
de Italia con Occidente, fue visto también como "un préstamo del Vaticano
a Italia", en virtud a su fuerte vinculación con la no menos siniestra curia
romana, cuya historia –por cierto- Andreotti ha sabido ilustrar en brillantes y
eruditos ensayos.
Belcebú fue un clamoroso éxito como político, un
fuera de serie construido gracias a su capacidad de trabajo y su mítica habilidad
en conquistar y prohijar a su numerosa "base electoral" con una infernal
red de relaciones fundada en un muy bien aceitado clientelismo. También
legendaria fue su insuperable
ambigüedad, cubierta con un manto de refinada ironía capaz de dejar descolocado
a sus numerosos adversarios con réplicas fulminantes. A la historia pasó
aquella ocasión en que se le preguntó si no se sentía cansado de tantos años de
gestión, en virtud a que “el poder desgasta” y él contestó con una frase que
dio la vuelta al mundo: "Sí, el poder desgasta, pero desgasta más no
tenerlo”, apotegma que incluso parafraseara Coppola en la fallida tercera parte
de El Padrino. Relación interesante la que tuvo Andreotti, por cierto, con el
cine. Fellini lo consideró difícil de descifrar: "parece el guardián de
algún gran misterio. Tiene el talante de quien parece venido de otra
dimensión". También hace años se estrenó el estupendo film “Il Divo",
dedicado íntegramente a su figura y que no es en absoluto condescendiente con el personaje.
Cuando uno reflexiona sobre un político profesional
como Andreotti, no se puede evitar darse cuenta de cuán falaz es el discurso
pretendidamente "ciudadano" que algunos esgrimen para tratar de
enterrar a la clase política con el argumento de que los políticos no están a
la altura de los "impolutos" ciudadanos a quienes dicen representar.
La vieja clase política italiana fue barrida por corrupta para ser sustituida
por unos gobernantes aún más corruptos, ineficientes y pedestres pero, eso sí,
muy "ciudadanos". Silvio Berlusconi es su epítome.
"Que todo cambie para que todo permanezca igual"; la vieja fórmula gatopardiana cobró plena vigencia en su país de origen. Tras varios un par de décadas de haberse suscitado la histórica rebelión de un electorado harto de inestabilidad y corrupción, que llevó a la espectacular caída en desgracia de casi la totalidad de la clase política tradicional, los italianos son testigos hoy de cómo sus nuevos dirigentes no solo han sido incapaces gobernar con honradez y eficacia, sino que son aún más venales y frívolos que sus vilipendiados antecesores. Se trata, como la definió Indro Montanelli, de una generación de “políticos pigmeos”, que hacen aparecer a los turbios Andreottis, Craxis, La Malfas y Martellis del pasado como estadistas añorables.
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