Hasta hace poco, Monterrey parecía ser el único pálido reflejo de Occidente que teníamos en México. Con la Ciudad de México sometida bajo las garras de las hordas perredistas y Guadalajara convertida en un pueblote gobernado por un cura loco y fanático (Sandoval Íñiguez) me parecía que la sultana era, por lo menos, la ciudad "industriosa y pujante" del cliché con la ramplona -pero a fin de cuentas loable, si se consideran las circunstancias- aspiración de querer parecerse a Texas.
Ya perdí el poco respeto que me quedaba por Monterrey. A raíz de la muerte de la osa islandesa mi amigo Julián B. me llamó la atención de que mucho más cerca -precisamente en el Monterrey de los guayabos, pichilos, eloyes y los mencionados bazaldúas- acaban de asesinar de la manera más vil a un osito negro. Un estúpido albañil lo amarró con una soga del cuello. Pero la barbaridad de este albañil no fue lo peor, sino la actitud tanto de los camarógrafos de la tele que se apersonaron en el lugar para grabar tan ignominioso espectáculo como de los retrasados mentales curiosos que se agolparon a presenciar la agonía del osito sin hacer nada para impedirla.
De acuerdo a los especialistas, los animales bajan de las montañas para buscar agua y alimentos, ya que la falta de lluvias ha provocado una aguda escasez de vital líquido en la región. Los hombres han invadido las regiones naturales de los osos, sean polares, negros, brunos o Yogis. ¿Termirá algún día de expanderse esta funesta plaga humana?
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