Las iniciativas presidenciales presentadas tan a destiempo para la supuesta "reforma del Estado" dejan de lado el que, quizá, sería el tema primordial para la auténtica revigorización de nuestra vida democratica: las reglas que deben funcionar en lo concerniente a la participación de partidos en México. Lo cierto es que desde la promulgación de la ley electoral de 1946, en nuestro país han regido disposiciones muy estrictas destinadas a restringir la participación de nuevos partidos en las elecciones federales y, sobre todo, diseñadas para evitar lo más posible escisiones de última hora en el partido hegemónico. De hecho, en este sentido podemos afirmar que nuestra legislación electoral ha sido un caso sui generis a nivel internacional, ya que prácticamente en ninguna democracia del mundo se exigen tantos requisitos a los partidos y a los candidatos en lo individual para poder participar en las elecciones (salvo, en alguno casos, cuando se trata de elección presidencial, como veremos más adelante).
La ley electoral de agosto de 1918, la primera importante redactada en México tras la promulgación de la Constitución de 1917, establecía requisitos mínimos para que los partidos pudieran participar en las elecciones federales. De hecho, las condiciones se limitaban a la celebración de una asamblea constitutiva que contara con la presencia de por lo menos cien ciudadanos, a la presentación de un programa político y de gobierno, a la impresión de un órgano informativo y a la designación de una mesa directiva. Asimismo, la ley no impedía la posibilidad de candidaturas independientes. Evidentemente, al momento de entrar en vigor esta ley, en México no existía un antecedente sólido de sistema de partidos. Durante toda la vida republicana previa, la política era un juego personalista que dependía de caudillos y de “personalidades fuertes”, además de que la vía electoral no era precisamente la fórmula para garantizar la obtención del poder.
Pero con la formación del Partido Nacional Revolucionario, en 1929, las cosas cambiaron. El nuevo partido tenía pretensiones hegemónicas, y no estaba dispuesto a participar en una competencia electoral justa y equitativa en la que pudiera perder el poder. En los comicios presidenciales de 1940, un hombre salido del propio sistema, el general Almazán, retó con relativo éxito al partido oficial, por lo que seis años más tarde, en preparación para las elecciones de 1946, el Congreso de la Unión aprobó una nueva legislación que pondría obstáculos excepcionales a la participación de nuevos partidos, y procuraba impedir al máximo la escisión de grupos inconformes al interior del PRI.
La ley electoral de 1946 tenía un grado de complejidad notablemente mayor a la de su predecesora. Introdujo el concepto de “registro nacional“ e impuso a los partidos procedimientos difíciles de cumplir para acceder a dicho registro: celebración de asambleas constitutivas en por lo menos dos terceras partes de los estados certificadas por un notario público; contar, como mínimo, con treinta mil miembros a nivel nacional, mil por lo menos en dos terceras partes de las entidades de la República; implementar un programa de educación política y mecanismos de sanciones para los militantes que no acataran los estatutos; una organización interna con Asamblea Nacional, Comité Ejecutivo Nacional y Comité estatal en cada entidad; publicar una gaceta informativa periódica; y tener por lo menos un año de existencia previo a la celebración de los comicios en los que se pretendía participar. Además, la Comisión Federal Electoral, órgano de reciente creación totalmente dependiente de la Secretaría de Gobernación, otorgaba discrecionalmente el certificado de registro. Cabe señalar que a partir de entonces, quedaron suprimidas las candidaturas independientes.
En la década de los años cincuenta, las condiciones para registrar partidos se hicieron aún más difíciles. Tras la campaña del general Henríquez Guzmán, efectuada en los comicios presidenciales de 1952, se elevó el número de afiliados que un partido debía tener de 30 a 75 mil, con un mínimo de 2,500 militantes en por lo menos dos terceras partes de las entidades. Todas estas limitaciones impuestas a la participación de los partidos desalentaron efectivamente la aparición de nuevas alternativas y coadyuvaron decididamente a convertir a los procesos electorales en ritos inocuos que no despertaban el interés de la ciudadanía.
Pero a partir de los setentas, el régimen empezó a preocuparse seriamente por la inutilidad y la absoluta falta de credibilidad de las elecciones. Se trataba de devolverle vida a los procesos electorales, pero sin que por eso corriera peligro la hegemonía del PRI. La ley electoral de 1971 bajó de 75 a 65 mil el requisito de número de militantes a nivel nacional y de 2,500 a 2,000 afiliados en las dos terceras partes de los estados. Con la reforma política de 1977 y la promulgación de LFOPPE se establece una doble vía para obtener el registro: la definitiva y la condicionada. Para obtener la primera era necesario contar con por lo menos 65 mil afiliados (3,000 en la mitad de las entidades federales o 300 en la mitad de los distritos uninominales), y la celebración de una asamblea nacional constitutiva y de asambleas en por lo menos la mitad de los estados o de los distritos; mientras que la segunda se limitaba a exigir a los partidos a los que la CFE decidiera dar una oportunidad excepcional lograr el 1.5% de los votos en una elección federal (diputados, senadores o presidencia).
Sin embargo, a pesar de esta relativa flexibilización, el registro a un partido se hizo más difícil desde el punto de vista del tiempo de existencia previo a la celebración de los comicios, ya que éste se elevó de uno a cuatro años.
Con el Código Federal Electoral de 1987, se puso fin a la figura de registro condicionado. Por último, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, promulgado en 1989, estableció las condiciones para el registro de partidos que actualmente tienen vigencia, siendo las principal, para la figura definitiva, 65,000 afiliados como mínimo a nivel nacional, con 3,000 en por lo menos la mitad de las entidades o 300 en cada uno de la mitad de los distritos electorales; y para el registro condicionado (restaurado por este código), haber realizado permanentemente actividades políticas propias y de forma independiente de cualquier otra organización o partido por lo menos durante los dos años previos a la solicitud de registro. En la actualidad rige la disposición que obliga a los partidos a celebrar por lo menos 20 asambleas estatales o 200 distritales para obtener el dichoso registro, lo que ha dado lugar a una mayor corporativización de del sistema y al exceso de clientelismo.
Es cuando comparamos las condiciones que han estado vigentes en México con las disposiciones en la materia que rigen en otras naciones, que nos damos cuenta que se trata de requisitos exageradamente difíciles de alcanzar, por lo menos en lo concerniente a las elecciones para integrar al parlamento. En la gran mayoría de las naciones europeas, la autoridad sólo considera, en principio, el registro de candidatos individuales. En los casos de sistemas electorales proporcionales puros, se demanda a las personas que aspiren a aparecer en una lista de candidatos reunir un número relativamente reducido de firmas de ciudadanos habitantes en la circunscripción respectiva. En los sistemas uninominales, como Francia y Gran Bretaña, al requisito de las firmas se suma el pago de un depósito que el candidato sólo recupera si rebasa en la votación una determinada proporción de votos.
En América Latina, es más común que la legislación considere a los partidos políticos para efectos de la participación electoral, pero, aún así, las condiciones que se imponen no son demasiado difíciles de alcanzar. Por ejemplo, en Argentina, se estipula que un partido cuente como militantes a por lo menos un número equivalente al 0.4% del total de inscritos en el padrón electoral en un mínimo de cinco provincias distintas. En Bolivia, se demanda a los partidos una militancia que se equipare a por lo menos el 0.5% del total de votos válidos en la elección general inmediata anterior. En Brasil, las principales condiciones son: la celebración de una convención nacional y un mínimo de nueve convenciones estatales, o contar con el apoyo de por lo menos el 10% de los diputados o senadores, o reunir un número de firmas equivalente al 5% del total de votos válidos en la elección inmediata anterior.
Es importante señalar que los requisitos para registrar candidato a la presidencia en algunos regímenes presidenciales o semipresidenciales no son tan sencillas de llenar. Por citar algunos casos, en Rusia, el aspirante a la presidencia debe reunir la nada despreciable cantidad de un millón de firmas, en Estados Unidos, los candidatos tienen que cubrir los requisitos de inscripción que impone cada uno de los 50 estados de la Unión, y en Francia, deberán contar con la firma de por lo menos de 500 funcionarios electos (alcaldes, diputados, senadores etc.) y aportar 100,00 francos como depósito, que recuperarán sólo si rebasan el 5% de los votos a nivel nacional.
Tenemos, entonces, que en México participar en las elecciones no es fácil. ¿Realmente hay justificación para que esto sea así? En la actualidad, son numerosas las voces de quienes sostienen que abrir indiscriminadamente la puerta a nuevas organizaciones y a los candidatos independientes para facilitar su participación electoral iría en detrimento de la estabilidad de nuestro sistema de partidos, el cual apenas se encuentra en una etapa de transición, ya que, según esta óptica, facilitaría la actuación de políticos oportunistas, fomentaría el personalismo y promovería la atomización política. Quienes así opinan señalan que si no logramos consolidar un sistema fuerte y representativo estaremos actuando en contra de la gobernabilidad del país y, eventualmente, se daría lugar a un caos que muy bien podría desembocar en un nuevo autoritarismo.
Pero, por otra parte, hay quienes opinan que en una democracia deben ser los electores los únicos que definan mediante su sufragio cuales son los partidos “fuertes y representativos” y cuales no. Para esta postura, mantener un criterio restrictivo sólo favorece al mantenimiento de los partidos gastados y desprestigiados que hoy tenemos, los cuales no aportan soluciones plausibles a la sociedad, no representan eficazmente a la ciudadanía y no están respondiendo eficazmente al reto de la verdadera competencia electoral. Si, todavía siguiendo esta lógica, aspiramos verdaderamente a vivir una democracia plena, debemos levantar las restricciones que aún pesan sobre la participación de los partidos, e incluso debemos permitir la participación de candidatos independientes.
En realidad, las dos posturas tienen razón en algunos aspectos fundamentales. En México es imperativo garantizar la consolidación de un sistema de partidos fuerte y representativo con el propósito de trabajar en favor de la gobernabilidad, pero también es importante abrir los canales de participación a nuevos actores. Creo que los dos objetivos no están necesariamente reñidos. Hay formas de abrir la competencia y al mismo tiempo evitar la destrucción del sistema de partidos, como lo prueban las experiencias de otros países, donde participar en elecciones es fácil, pero no lo es tanto el acceder al parlamento y al financiamiento público. Es decir, se trata de adoptar en México un triple registro a los partidos.
Aunque ninguna fórmula electoral basta por si misma para garantizar la gobernabilidad de un país, lo cierto es que tratar de impedir la proliferación de partidos débiles en el parlamento siempre ha ayudado a este propósito. Por eso es que debemos pensar en establecer un tamiz alto a los partidos para que estos tengan derecho a representación parlamentaria, digamos, exigir un mínimo de 4% o 5% de los votos a nivel nacional. Ahora bien, para que un partido conserve sus prerrogativas de ley (derecho al financiamiento público, acceso gratuito a medios de comunicación, representación ante el IFE, etc.) se me ocurre exigir por lo menos el 1.5% de la votación. Por último, la participación electoral en las elecciones para integrar al Congreso de la Unión se limitaría a exigir a los partidos un mínimo de militantes equivalente al 0.5% del total del padrón electoral en, por lo menos, la mitad de las entidades federativas, quedando derogada la condición de dos años previos de existencia a la celebración de la elección. Por otra parte, un candidato independiente para senador o diputado podría obtener su registro si consigue la firma de por lo menos un equivalente del 1% de los ciudadanos del distrito uninominal o del estado que pretende representar.
En un régimen presidencial puro como México, el mayor riesgo para la gobernabilidad se encuentra en la posibilidad de que un presidente no cuente con un apoyo por lo menos significativo en el Congreso. Dramáticas experiencias en otros países al respecto (Rusia, Brasil, Perú) son prueba fehaciente de este fenómeno. Es imprescindible para el futuro de nuestro sistema político evitar a toda costa que una situación similar se viva en México, por lo que creo pertinente establecer restricciones especiales a los partidos para poder presentar candidato a la presidencia, como mantener el requisito de los dos años, impedir las candidaturas independientes o imponer un requisito adicional de firmas de, por ejemplo, un millón, para obtener el registro de un aspirante a la primera magistratura.
Se bien que algunas de estas propuestas podrán parecer al lector poco ortodoxas, pero debemos recurrir a la imaginación para enfrentar los problemas que nos irán apareciendo en el proceso de democratización. Por otra parte, reitero que las fórmulas electorales jamás han bastado por si mismas para garantizar el buen funcionamiento de un régimen. Habrá también que pensar en mecanismos constitucionales y en otras ideas para la construcción de una auténtica gobernabilidad democrática.