lunes, 4 de enero de 2010

Del G8 al G20


Rodolfo Santos Dávila, distinguido panista originario del estado de Tamaulipas identificado con el ala liberal de este partido, y su servidor publicarán este año el libro “Del G8 al G20: los Retos de la Gobernabilidad Mundial”, el es producto de trabajos e investigaciones que ambos hemos realizado a los largo de los años y que ya dieron un modesto fruto a mediados de los noventas con el libro “Ocho en la Cumbre”, que ahora corregimos y ampliamos, sobre todo con la perspectiva de otorga la integración de México en el G20. Rodolfo y yo siempre hemos aquilatado la importancia del G8 como una institución clave para el mantenimiento de la seguridad internacional. Desde luego, esta afirmación no deja de ser polémica. Muchos dudan de la efectividad del G8, y califican a la cumbre anual como un acto social únicamente útil para “sacarse la foto”. De hecho, la práctica de sostener cumbres en las que participan personalmente jefes de Estado es duramente cuestionada por algunos ortodoxos de las relaciones internacionales. Uno de los principales críticos de las cumbres ha sido Harold Nicolson. Teórico fundamental la diplomacia mundial, deploró en alguna ocasión la práctica del contacto personal entre los estadistas del mundo, a la que calificó como “irrelevante, en el mejor de los casos…” “y hasta peligrosa, pues puede propiciar innecesarias desavenencias y malos entendidos” . Pero, pese a sus detractores, lo cierto es que las cumbres han servido para el propósito de acercar posturas entre dirigentes mundiales, reducir tensiones, construir consensos e intentar liderazgos colectivos. Por ejemplo, pocos cuestionan las aportaciones que a la preservación de la paz mundial efectuaron las cumbres entre los mandatarios de Estados Unidos y la Unión Soviética durante la guerra fría logradas, desde luego, no sin dificultades e incluso sufriendo eventuales retrocesos; y solamente la institucionalización de un Consejo Europeo, que no es más que la reunión semestral de los gobernantes de sus países integrantes, fue capaz de dotar a la Unión Europea de un órgano eficaz para la toma de decisiones comunitarias. Actualmente, las cumbres periódicas se han extendido a prácticamente todas las regiones del mundo. Recuérdense, entre otras, las reuniones de la APEC, la ASEAN, la OTAN, la Organización de la Unidad Africana, el Grupo de Río y las Cumbres Iberoamericanas. Algunas más útiles y exitosas que otras, en general permiten el estrecho contacto entre los presidentes y una mejor comunicación para arribar a acuerdos para la defensa de intereses y el combate a problemas comunes.

Las cumbres son relativamente recientes en la historia de la diplomacia mundial. Analistas como John Kirton aseguran que las cumbres ”representan la tercera y, en algunos aspectos, más efectiva de las grandes olas internacionales de construcción de instituciones de la posguerra, siendo la primera de estas olas la construcción de la ONU y sus agencias especializadas en los años inmediatos al fin de la II Guerra Mundial, y la segunda la creación de organismos multilaterales complementarios a aquéllos, como el GATT, la OECD, la ASEAN, la OTAN y la Agencia Internacional de Energía (AIE), por citar algunos”.
Las cumbres aparecen como un intento de suplir las insuficiencias de los organismos multilaterales en la tarea de contener las recurrentes crisis políticas y económicas internacionales que suceden en el mundo desde los años setenta. El fracaso del FMI para salvar el sistema monetario internacional nacido en Bretton Woods, la ineficacia de las instituciones especializadas para responder efectivamente a los shocks energéticos y políticos de Medio Oriente, y la incompetencia mostrada por Naciones Unidas para manejar el nuevo orden económico internacional resultado de estas sacudidas, obligaron a establecer mecanismos más directos de coordinación en los que los mandatarios procuraran, por lo menos, intercambiar puntos de vista y darse una oportunidad para la reflexión.

En ese sentido, el G8 fue es un esfuerzo peculiar para otorgar un liderazgo político colectivo del más alto nivel a un mundo turbulento. Inaugurado en 1975 como un mecanismo sui generis de alto nivel para propiciar la reunión periódica de los líderes de las siete naciones más industrializadas del mundo capitalista (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido), el Grupo de los Siete (a partir de este año, de los Ocho) era concebido por sus dos principales promotores, Valery Giscard d’Estaing y Helmut Schmidt, como una instancia informal creada con el propósito de evitar los grandes e ineficaces encuentros multilaterales, que la mayor parte de las veces concluían en atrofia y burocratismo. La esencia de estas cumbres residía en agilizar las relaciones entre las potencias mediante el encuentro directo de sus jefes de Estado y en implantar, de esta forma, un mecanismo espontáneo de intercambios no burocrático y dueño de vida propia entre “los que realmente cuentan”.

Claro, desde el principio la integración de un club tan “exclusivo” provocó protestas del resto de la comunidad internacional. Por un lado, de las potencias económicas medias (como los Países Bajos, Bélgica o Suecia) y de los países en vías de desarrollo más habitados (India, Indonesia y China), que se sentían con suficiente derecho y representatividad para ser considerados miembros del grupo; por otra parte, del mundo en desarrollo, que reprocha al G8 su supuesta pretensión de hablar y decidir en nombre de la humanidad; y, por último, de aquellos que consideran que se está relegando a la ONU y al resto de los organismos internacionales a un segundo plano en beneficio de los países más ricos. Pero los creadores del G7, sobre todo Giscard, pretendían que esta institución sirviera como un foro para tratar de establecer consensos entre las grandes potencias exclusivamente sobre temas de macroeconomía, política monetaria y comercio internacional. Pero, paulatinamente, los aspectos de política y de seguridad mundial, relegados en una primera parte, cobraron importancia, sobre todo a partir del inicio de la década de los ochenta, con el recrudecimiento de la guerra fría. Prueba de ello es que los acuerdos más importantes alcanzados en las cumbres del G7 tuvieron que ver con las cuestiones de política internacional. Compromisos trascendentales sobre el combate al terrorismo, el desarme, las relaciones Este-Oeste, la defensa de los valores democráticos, la guerra Irán-Irak y la invasión soviética a Afganistán fueron fruto de las conversaciones sostenidas en las cumbres.

Evidentemente, con esto no se quiere decir que el impacto del G7 en la economía internacional haya sido intranscendente. En las cumbres se han logrado importantes acuerdos, como los que permitieron destrabar, en su momento, las rondas de Tokio y de Uruguay del GATT, así como los consensos logrados para tratar de aliviar en algo el peso de la deuda externa a países en vías de desarrollo, como los alcanzados en París en 1989 y en Halifax en 1995. Dicho sea esto sin dejar de reconocer los muchos fracasos, a veces estruendosos, que ha sufrido el G7 durante su historia, e incluso la futilidad de algunas cumbres.

Fue, entonces, en los ochenta cuando se comenzó a percibir al G7 cada vez más como un organismo garante de la seguridad global, tendencia que se reforzaría en los noventa tras el fin de la guerra fría y el advenimiento de un confuso “nuevo orden internacional”. Asimismo, poco a poco los líderes de las democracias industrializadas han ido incorporando a la agenda los temas “globales” que afectan a la sociedad contemporánea, como el tráfico de drogas, la defensa del ambiente e incluso la propagación del SIDA.

Tras el fin de la guerra fría, la integración al gran gripo del poder de Rusia, el auge del terrorismo y, sobre todo, la relativa declinación de poder económico de los miembros tradicionales frente al empuje de nuevas naciones emergentes como India, China y Brasil el g8 empezó a verse obsoleto tanto en lo concerniente a los temas económicos como den los de seguridad internacional. Por ello ahora parece inminente su y transformación en un Grupo de los 20 que integre tanto a las naciones de nueva industrialización como a otros países significativos por el tamaño de su población o de su economía. Desde luego, cabe preguntarse la viabilidad de un mecanismo que funcionó relativamente bien con 8 miembros pero que difícilmente conocerá la misma eficiencia con 20 integrantes, muchos de los cuales comparten entre sí visiones similares sobre los grandes temas políticos económicos y sociales del nuevo siglo pero, para bien o para mal, y ahora que la reforma a las Naciones Unidas está empantanada -sobre todo en lo concerniente a la conformación del Consejo de Seguridad- el G8/20 tiene la posibilidad de asumir una nueva dimensión en problemas de seguridad y política internacional que lo podría convertir en el instrumento global de toma de decisiones más prominente en el escenario del fin de siglo, por encima de otras instancias y organizaciones formales de carácter multilateral.
Este será el índice de nuestro libro:

Del G8 al G20 y los Retos de la Gobernabilidad Mundial
Autores: Rodolfo Santos y Pedro Aguirre
Primera Parte: Origen y desarrollo del G7/8
A) Primera Etapa: 1975-81: el dilema económico y comercial
B) Segunda Etapa: 1982-93: El éxito de los aliados.
C) Tercera Etapa 1993-2001: El impacto de la guerra fría y la aparición de la sociedad civil.
D) Cuarta Etapa: 2001-2009: El G5, el G20 y la eclosión de las potencias emergentes.

Segunda Parte: Los Cuatro Grandes Dilemas de la gobernabilidad mundial
A) Economía y Comercio
B) Seguridad Alimentaria Internacional
C) Paz y Seguridad Internacionales
D) Ecología y seguridad

Tercera Parte: México en el G 20: realidades y perspectivas

viernes, 1 de enero de 2010

¡Ñoños, No!


El Oso Bruno les desea un feliz 2010 y renueva ante todos su inmutable compromiso de perseguir, criticar, desenmascarar y evidenciar a los ñoños y pedantes de este mundo durante el año que hoy inicia.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Las falacias contra la representación propocional


Otra de las muy controvertidas propuestas de reforma electoral que presentó Calderón consiste en elevar el tamiz que los partidos deben alcanzar para conservar el registro y adquirir representación parlamentaria del 2% a 4% de la votación nacional emitida. Desde luego, a primera vista puede parecer beneficioso para el sistema político mexicano deshacerse de la recua de chiquipartidos actuales, esa hez integrada por el PVEM, Nueva Alianza, el PT y Convergencia, que no son sino sucios negocios de vivales que fueron capaces de cubrir las condiciones corporativas que impone el código electoral para otorgar el registro a los partidos y que sólo son auténticas patentes de corzo de políticos oportunistas y corruptos como Anaya, Dante y González Torres. ¿Cómo no aplaudir, entonces, la eventual desaparición de tales garitos con una reforma que eleve el porcentaje que deben conseguir para seguir medrando de las arcas públicas? Por supuesto que México saldría ganando si todas estas miasmas desaparecieran. El problema estriba en que dicha medida no va acompañada de una reforma que abra la posibilidad de competencia a organizaciones políticas verdaderamente ciudadanas y representativas.
Ya en un pasado post reflexionamos sobre la necesidad de establecer un triple registro a los partidos que permita a organizaciones de nuevo cuño participar en las elecciones estableciendo condiciones relativamente sencillas de alcanzar para tener derecho a la participación electoral pero que imponga condiciones más estrictas a las actuales para la obtención de prerrogativas y para contar con representación en las cámaras legislativas. Es obvio que al no ir complementado este incremento en el tamiz que los partidos deben alcanzar para conservar el registro y la representación parlamentaria con una apertura a la posibilidad de que nuevas fuerzas políticas acedan a la participación electoral lo que busca Calderón es mantener intacto al oligopolio partidista actual de “dos partidos y medio” (para utilizar los términos duvergerianos), con dos organizaciones, PRI y PAN, con implantación nacional disputándose el poder a nivel federal y un “medio partido”, el PRD, capaz sólo de disputar el gobierno del DF, un puñado de gubernaturas y un número relativamente reducido de diputaciones uninominales y senadurías.

En México urge revalorizar la representación proporcional, hoy víctima de una campaña del gobierno calderonista y tan mal comprendida por algunos de esos “campeones ciudadanos” y demagogos superficiales que señalan a los partidos como los grandes enemigos a vencer. Pese a sus defectos, los partidos, per se, no son enemigos de la representación ciudadana. Quien afirme lo contrario desconoce profundamente la lógica real de la representación política en las democracias contemporáneas. Armar un pretendido “discurso ciudadano” en base de verdades a medias y sofismas producto de pruritos pseudoacadémicos únicamente desemboca en demagogia de lo más vulgar. Obviamente, lo deseable es que dichos partidos sean expresiones reales de opciones políticas legítimas y no sucios negocios como los que padecemos en México con la “chiquillada” producto de nuestra deficiente legislación en la materia. Por ello es indispensable abrir la competencia a la participación de nuevos partidos erradicando las condiciones corporativas y clientelares hoy vigentes. Tratar de erradicar la representación proporcional atenta contra de la gran diversidad ideológica y cultural de México. No debe pasar.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Es hora de abrir la participación electoral en México



Las iniciativas presidenciales presentadas tan a destiempo para la supuesta "reforma del Estado" dejan de lado el que, quizá, sería el tema primordial para la auténtica revigorización de nuestra vida democratica: las reglas que deben funcionar en lo concerniente a la participación de partidos en México. Lo cierto es que desde la promulgación de la ley electoral de 1946, en nuestro país han regido disposiciones muy estrictas destinadas a restringir la participación de nuevos partidos en las elecciones federales y, sobre todo, diseñadas para evitar lo más posible escisiones de última hora en el partido hegemónico. De hecho, en este sentido podemos afirmar que nuestra legislación electoral ha sido un caso sui generis a nivel internacional, ya que prácticamente en ninguna democracia del mundo se exigen tantos requisitos a los partidos y a los candidatos en lo individual para poder participar en las elecciones (salvo, en alguno casos, cuando se trata de elección presidencial, como veremos más adelante).

La ley electoral de agosto de 1918, la primera importante redactada en México tras la promulgación de la Constitución de 1917, establecía requisitos mínimos para que los partidos pudieran participar en las elecciones federales. De hecho, las condiciones se limitaban a la celebración de una asamblea constitutiva que contara con la presencia de por lo menos cien ciudadanos, a la presentación de un programa político y de gobierno, a la impresión de un órgano informativo y a la designación de una mesa directiva. Asimismo, la ley no impedía la posibilidad de candidaturas independientes. Evidentemente, al momento de entrar en vigor esta ley, en México no existía un antecedente sólido de sistema de partidos. Durante toda la vida republicana previa, la política era un juego personalista que dependía de caudillos y de “personalidades fuertes”, además de que la vía electoral no era precisamente la fórmula para garantizar la obtención del poder.

Pero con la formación del Partido Nacional Revolucionario, en 1929, las cosas cambiaron. El nuevo partido tenía pretensiones hegemónicas, y no estaba dispuesto a participar en una competencia electoral justa y equitativa en la que pudiera perder el poder. En los comicios presidenciales de 1940, un hombre salido del propio sistema, el general Almazán, retó con relativo éxito al partido oficial, por lo que seis años más tarde, en preparación para las elecciones de 1946, el Congreso de la Unión aprobó una nueva legislación que pondría obstáculos excepcionales a la participación de nuevos partidos, y procuraba impedir al máximo la escisión de grupos inconformes al interior del PRI.

La ley electoral de 1946 tenía un grado de complejidad notablemente mayor a la de su predecesora. Introdujo el concepto de “registro nacional“ e impuso a los partidos procedimientos difíciles de cumplir para acceder a dicho registro: celebración de asambleas constitutivas en por lo menos dos terceras partes de los estados certificadas por un notario público; contar, como mínimo, con treinta mil miembros a nivel nacional, mil por lo menos en dos terceras partes de las entidades de la República; implementar un programa de educación política y mecanismos de sanciones para los militantes que no acataran los estatutos; una organización interna con Asamblea Nacional, Comité Ejecutivo Nacional y Comité estatal en cada entidad; publicar una gaceta informativa periódica; y tener por lo menos un año de existencia previo a la celebración de los comicios en los que se pretendía participar. Además, la Comisión Federal Electoral, órgano de reciente creación totalmente dependiente de la Secretaría de Gobernación, otorgaba discrecionalmente el certificado de registro. Cabe señalar que a partir de entonces, quedaron suprimidas las candidaturas independientes.

En la década de los años cincuenta, las condiciones para registrar partidos se hicieron aún más difíciles. Tras la campaña del general Henríquez Guzmán, efectuada en los comicios presidenciales de 1952, se elevó el número de afiliados que un partido debía tener de 30 a 75 mil, con un mínimo de 2,500 militantes en por lo menos dos terceras partes de las entidades. Todas estas limitaciones impuestas a la participación de los partidos desalentaron efectivamente la aparición de nuevas alternativas y coadyuvaron decididamente a convertir a los procesos electorales en ritos inocuos que no despertaban el interés de la ciudadanía.

Pero a partir de los setentas, el régimen empezó a preocuparse seriamente por la inutilidad y la absoluta falta de credibilidad de las elecciones. Se trataba de devolverle vida a los procesos electorales, pero sin que por eso corriera peligro la hegemonía del PRI. La ley electoral de 1971 bajó de 75 a 65 mil el requisito de número de militantes a nivel nacional y de 2,500 a 2,000 afiliados en las dos terceras partes de los estados. Con la reforma política de 1977 y la promulgación de LFOPPE se establece una doble vía para obtener el registro: la definitiva y la condicionada. Para obtener la primera era necesario contar con por lo menos 65 mil afiliados (3,000 en la mitad de las entidades federales o 300 en la mitad de los distritos uninominales), y la celebración de una asamblea nacional constitutiva y de asambleas en por lo menos la mitad de los estados o de los distritos; mientras que la segunda se limitaba a exigir a los partidos a los que la CFE decidiera dar una oportunidad excepcional lograr el 1.5% de los votos en una elección federal (diputados, senadores o presidencia).

Sin embargo, a pesar de esta relativa flexibilización, el registro a un partido se hizo más difícil desde el punto de vista del tiempo de existencia previo a la celebración de los comicios, ya que éste se elevó de uno a cuatro años.

Con el Código Federal Electoral de 1987, se puso fin a la figura de registro condicionado. Por último, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, promulgado en 1989, estableció las condiciones para el registro de partidos que actualmente tienen vigencia, siendo las principal, para la figura definitiva, 65,000 afiliados como mínimo a nivel nacional, con 3,000 en por lo menos la mitad de las entidades o 300 en cada uno de la mitad de los distritos electorales; y para el registro condicionado (restaurado por este código), haber realizado permanentemente actividades políticas propias y de forma independiente de cualquier otra organización o partido por lo menos durante los dos años previos a la solicitud de registro. En la actualidad rige la disposición que obliga a los partidos a celebrar por lo menos 20 asambleas estatales o 200 distritales para obtener el dichoso registro, lo que ha dado lugar a una mayor corporativización de del sistema y al exceso de clientelismo.

Es cuando comparamos las condiciones que han estado vigentes en México con las disposiciones en la materia que rigen en otras naciones, que nos damos cuenta que se trata de requisitos exageradamente difíciles de alcanzar, por lo menos en lo concerniente a las elecciones para integrar al parlamento. En la gran mayoría de las naciones europeas, la autoridad sólo considera, en principio, el registro de candidatos individuales. En los casos de sistemas electorales proporcionales puros, se demanda a las personas que aspiren a aparecer en una lista de candidatos reunir un número relativamente reducido de firmas de ciudadanos habitantes en la circunscripción respectiva. En los sistemas uninominales, como Francia y Gran Bretaña, al requisito de las firmas se suma el pago de un depósito que el candidato sólo recupera si rebasa en la votación una determinada proporción de votos.

En América Latina, es más común que la legislación considere a los partidos políticos para efectos de la participación electoral, pero, aún así, las condiciones que se imponen no son demasiado difíciles de alcanzar. Por ejemplo, en Argentina, se estipula que un partido cuente como militantes a por lo menos un número equivalente al 0.4% del total de inscritos en el padrón electoral en un mínimo de cinco provincias distintas. En Bolivia, se demanda a los partidos una militancia que se equipare a por lo menos el 0.5% del total de votos válidos en la elección general inmediata anterior. En Brasil, las principales condiciones son: la celebración de una convención nacional y un mínimo de nueve convenciones estatales, o contar con el apoyo de por lo menos el 10% de los diputados o senadores, o reunir un número de firmas equivalente al 5% del total de votos válidos en la elección inmediata anterior.

Es importante señalar que los requisitos para registrar candidato a la presidencia en algunos regímenes presidenciales o semipresidenciales no son tan sencillas de llenar. Por citar algunos casos, en Rusia, el aspirante a la presidencia debe reunir la nada despreciable cantidad de un millón de firmas, en Estados Unidos, los candidatos tienen que cubrir los requisitos de inscripción que impone cada uno de los 50 estados de la Unión, y en Francia, deberán contar con la firma de por lo menos de 500 funcionarios electos (alcaldes, diputados, senadores etc.) y aportar 100,00 francos como depósito, que recuperarán sólo si rebasan el 5% de los votos a nivel nacional.

Tenemos, entonces, que en México participar en las elecciones no es fácil. ¿Realmente hay justificación para que esto sea así? En la actualidad, son numerosas las voces de quienes sostienen que abrir indiscriminadamente la puerta a nuevas organizaciones y a los candidatos independientes para facilitar su participación electoral iría en detrimento de la estabilidad de nuestro sistema de partidos, el cual apenas se encuentra en una etapa de transición, ya que, según esta óptica, facilitaría la actuación de políticos oportunistas, fomentaría el personalismo y promovería la atomización política. Quienes así opinan señalan que si no logramos consolidar un sistema fuerte y representativo estaremos actuando en contra de la gobernabilidad del país y, eventualmente, se daría lugar a un caos que muy bien podría desembocar en un nuevo autoritarismo.

Pero, por otra parte, hay quienes opinan que en una democracia deben ser los electores los únicos que definan mediante su sufragio cuales son los partidos “fuertes y representativos” y cuales no. Para esta postura, mantener un criterio restrictivo sólo favorece al mantenimiento de los partidos gastados y desprestigiados que hoy tenemos, los cuales no aportan soluciones plausibles a la sociedad, no representan eficazmente a la ciudadanía y no están respondiendo eficazmente al reto de la verdadera competencia electoral. Si, todavía siguiendo esta lógica, aspiramos verdaderamente a vivir una democracia plena, debemos levantar las restricciones que aún pesan sobre la participación de los partidos, e incluso debemos permitir la participación de candidatos independientes.

En realidad, las dos posturas tienen razón en algunos aspectos fundamentales. En México es imperativo garantizar la consolidación de un sistema de partidos fuerte y representativo con el propósito de trabajar en favor de la gobernabilidad, pero también es importante abrir los canales de participación a nuevos actores. Creo que los dos objetivos no están necesariamente reñidos. Hay formas de abrir la competencia y al mismo tiempo evitar la destrucción del sistema de partidos, como lo prueban las experiencias de otros países, donde participar en elecciones es fácil, pero no lo es tanto el acceder al parlamento y al financiamiento público. Es decir, se trata de adoptar en México un triple registro a los partidos.

Aunque ninguna fórmula electoral basta por si misma para garantizar la gobernabilidad de un país, lo cierto es que tratar de impedir la proliferación de partidos débiles en el parlamento siempre ha ayudado a este propósito. Por eso es que debemos pensar en establecer un tamiz alto a los partidos para que estos tengan derecho a representación parlamentaria, digamos, exigir un mínimo de 4% o 5% de los votos a nivel nacional. Ahora bien, para que un partido conserve sus prerrogativas de ley (derecho al financiamiento público, acceso gratuito a medios de comunicación, representación ante el IFE, etc.) se me ocurre exigir por lo menos el 1.5% de la votación. Por último, la participación electoral en las elecciones para integrar al Congreso de la Unión se limitaría a exigir a los partidos un mínimo de militantes equivalente al 0.5% del total del padrón electoral en, por lo menos, la mitad de las entidades federativas, quedando derogada la condición de dos años previos de existencia a la celebración de la elección. Por otra parte, un candidato independiente para senador o diputado podría obtener su registro si consigue la firma de por lo menos un equivalente del 1% de los ciudadanos del distrito uninominal o del estado que pretende representar.

En un régimen presidencial puro como México, el mayor riesgo para la gobernabilidad se encuentra en la posibilidad de que un presidente no cuente con un apoyo por lo menos significativo en el Congreso. Dramáticas experiencias en otros países al respecto (Rusia, Brasil, Perú) son prueba fehaciente de este fenómeno. Es imprescindible para el futuro de nuestro sistema político evitar a toda costa que una situación similar se viva en México, por lo que creo pertinente establecer restricciones especiales a los partidos para poder presentar candidato a la presidencia, como mantener el requisito de los dos años, impedir las candidaturas independientes o imponer un requisito adicional de firmas de, por ejemplo, un millón, para obtener el registro de un aspirante a la primera magistratura.

Se bien que algunas de estas propuestas podrán parecer al lector poco ortodoxas, pero debemos recurrir a la imaginación para enfrentar los problemas que nos irán apareciendo en el proceso de democratización. Por otra parte, reitero que las fórmulas electorales jamás han bastado por si mismas para garantizar el buen funcionamiento de un régimen. Habrá también que pensar en mecanismos constitucionales y en otras ideas para la construcción de una auténtica gobernabilidad democrática.

martes, 22 de diciembre de 2009

Hago preguntas, ¡Recibo insultos!



Vaya, creo que las humildes preguntas que publiqué en el antepenúltimo post sacaron algunas ronchas. Uno de esos personajillos que no tienen ni los arrestos ni la autoestima suficiente para dejar su nombre me descalifica y se avienta la estupidez de decir que estoy "fuera de forma" como politólogo, y es una estupidez porque ni siquiera soy politólogo, sino sólo una especie de comparativista diletante que, simplemente, se limita a observar lo que pasa en el mundo a quien le encantaría que alguno de esos "genios" como seguramente es el cobarde sujeto que me descalifica lo iluminara con la luz de su inagotable sabiduría. Es muy sencillito y voy, otra vez, a tratar de de darme a entender:

Observo lo que pasa en el mundo, y en el mundo lo que veo son los partidos capaces de imponer disciplina de voto a sus legisladores en la inmensa mayoría de las ocasiones y muy a pesar de la existencia de la dichosa reelección legislativa; también noto que en los casos excepcionales de naciones sin disciplina de voto o partidos demasiado laxos como Estados Unidos, Japón o la Rusia yeltsiniana las cosas son o han sido aún peores con la intromisión desmedida de los intereses corporativos y grupos de interés que sufragan las campañas reeleccionistas de los legisladores; también noto que la reelección legislativa de nada ha servido para atajar la crisis de credibilidad que padecen las democracias actuales; que la dichosa "profesionalización" es un mito"; que sigue siendo un mal menor tener partidos con referentes programáticos claros que aborden los grandes temas nacionales a contar con legisladores "independientes" o "semiindependientes" que acaban acatando lo que le dicen los grupos que financian sus campañas.

Por eso le solicito a ese anónimo que pretende darme clases de ciencia política, o a algún generoso lector que se anime, tenga la bondad de sacarme de la tinieblas y me aporte datos duros sobre estos temas en concreto: mayor "profesionalización" de los legisladores como consecuencia directa de la reelección, independencia real de los legisladores respecto a sus partidos gracias a su capacidad de reelegirse y mayor credibilidad de la representación gracias a las maravillas de la reelección. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Bajo cuáles circunstancias? Ya que, de lo contrario, quienes defienden la reelección legislativa en México esgrimiendo estos argumentos serían sólo unos retóricos que ponderan en exceso y sin los instrumentos objetivos suficientes un mecanismo -la reelección legislativa- cuyos resultados concretos en el mundo real de las democracias contemporáneas es bastante magro. Reitero, son las humildes preguntas de un ignaro, así que no se esponjen.Yo lo único que quiero, con toda la sencillez de un venadito que pasta en la serranía, es que me ilustren en los temas concretos a los que me refiero.

Y va de nuevo, a ver si ahora si son claras las preguntas que les hago:

1.-¿ Qué trabajos académicos existen que sustenten de manera objetiva y cuantificable esa "mayor profesionalización" de los legisladores como producto de la reelección legislativa? ¿Qué método se ha utilizado para medir esta pretendida mayor "profesionalización"?

2.- ¿Qué datos objetivos y cuantificables pueden aportar para demostrar la mayor independencia relativa de los legisladores respecto a sus partidos en países afines al nuestro (Brasil, Argentina, Colombia, Chile), ya que no quieren hablar de Europa, producto de las bondades de la reelección legislativa? ¿En que porcentaje se da la disciplina de voto? ¿Qué tan común, por tanto, es la rebeldía de legisladores disconformes? ¿De qué manera parlamentarios rebeldes pueden cimentar su carrera política gracias a la existencia de la reelección y pese a sus partidos? ¿Cuántos casos concretos se pueden citar al respecto?

3.- ¿Qué elementos nos permiten pensar que en países de disciplina de voto laxa los legisladores atenderán más a los ciudadanos de a pie que a los grupos de interés que coadyuvan a financiar sus cada vez más onerosas campañas? ¿No nos indica la experiencia de Estados Unidos, Japón o la Rusia yeltsiniana justo lo contrario?

4.- Sí la reelección es tan importante para la rendición de cuentas del legislador ante los electores de su distrito, ¿Entonces por qué la inmensa mayoría de ciudadanos de países con reelección legislativa (americanos y europeos y excluyendo Estados Unidos) desconoce el nombre de su legislador? ¿Por qué afirman estos mismos electores que cuando votan para diputado o senador lo hacen antes por el partido que por el candidato? ¿Qué estudios de opinión serios me pueden citar que demuestren lo contrario y, por lo tanto, establezcan de manera inobjetable que los vínculos representantes-ciudadanos son mayores gracias a la reelección legislativa?

Por que si no existen datos duros que demuestren de manera seria, concreta, cuantificable eso de la mayor profesionalización de legisladores gracias a la reelección, de que los legisladores tienen una mayor independencia relativa respecto a sus partidos gracias a la relección en países presidencialistas americanos, que la gente está más compenetrada e idenificada con el legislador que con el partido gracias a la reelección, que los legisladores no caen de manera irremediable en el círculo de influencia de los intereses que pagan sus campañas para reelegirse en países con partidos laxos, entonces yo creo que un poquito de razón posss si tengo, amiguito anónimo.

De nuevo te suplico a ti o a alguno de los politólogos que han tenido la paciencia de leer este post me ayude a salir de la oscuridad en la que, desgraciadamente, vivo. Y entiéndase: preguntar no es descalificar, sino todo lo contrario, es una forma de reconocimiento y homenaje a sus insondables sabidurías.

Ah, y de pasada, a ver si me contestan la gran pregunta, la única que, en el último de los casos importa más allá de las recetitas facilonas que algunos de ustedes, adalides de la ciudadanía, nos quieren endilgar:

¿POR QUÉ DIABLOS SON TAN IMPOPULARES LOS PARLAMENTOS EN LOS CINCO CONTINENTES?

¿CUÁLES SON LAS RAÍCES DE LA GRAVE Y CRECIENTE CRISIS DE REPRESENTATIVIDAD DE LAS DEMOCRACIAS CONTEMPORÁNEAS?

domingo, 20 de diciembre de 2009

La suerte del Gran Payaso


La agresión que sufrió Silvio Berlusconi hace ocho días en la plaza del Duomo de Milán no hizo sino aumentar la popularidad de quien, no me queda duda, es el italiano quintaescencial y sucedió cuando parecía que, por fin, la carrera política del dueño del Milan FC iniciava un definitivo declive. Alguien ironizó magistralmente en Youtube el atentado "A todo gran actor le entregan, a fin de cuentas, su estatuilla". Muy bueno, pero lo cierto es que Berlusconi, que ya se consideraba víctima de una persecución judicial, ahora se presenta también como víctima de una campaña de odio. En el panorama político italiano, como siempre, no pasará nada. Berlusconi seguirá en el poder, la izquierda mantendrá su aguda decadencia, habrá peleas, muchas habladas, alguna invitación del presidente Giorgio Napolitano a bajar los tonos y la gran comedia belusconiana seguirá avanti como lo hace desde hace ya más hace quince años....y contando.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Tres preguntas, tres, Sres. politólogos.


Estimados amigos, es muy sencillo, son tres preguntas, tres muy concretitas, que les invito cordialmente a contestarme. No es necesario salirse por peteneras. A ver si alguien me hace el favor de ilustrarme:

1.- Hay una crisis de representación en el mundo (indudable, abundan las encuestas y estudios de especialistas que lo confirman y que ustedes conocen). Los Parlamentos están en crisis de credibilidad (indudable, por las mismas razones). Su impopularidad es creciente y preocupante. La gente vota cada vez menos. Sucede incluso (más bien, sobre todo) en Estados Unidos, donde la popularidad de Congreso es de 17%, pese a que es el paraíso del reeleccionismo y de los partidos laxos. YO NO DIGO QUE SEA CULPA DE LA REELECCIÓN (no salirse por peteneras), mi pregunta es ¿Por qué la reelección no ha coadyuvado a mitigar esta crisis de representatividad, sí es tan buena como algunos de ustedes afirman? ¿Queda claro?

2.- ¿De verdad es cierto que en los países reeleccionistas los diputados atienden más a las "agendas ciudadanas" (el término es extensivamente utilizado por algunos de ustedes) que a las directrices partidistas o a los intereses corporativos? Y esto de intereses corporativos no tiene nada que ver con transparencia. Se afirma que la reelección provoca que los legisladores estén más atentos a las "agendas ciudadanas" y lo que se observa es mayor lobbysmo, transparente, no lo dudo, pero que no se puede llamar precisamente "agenda ciudadana". Por cierto, ¿Qué es eso de agenda ciudadana? ¿Quién la dicta? ¿Quién la postula? ¿No es pura demagogia? ¿Y no es demagogia afirmar que los diputados deben atender las necesidades localistas cuando van a una cámara nacional a abordar temas nacionales?

3.- ¿Qué elementos concretos pueden aportar sobre la llamada "profesionalización" de los legisladores en naciones donde hay reelección? ¿Es cierto que siempre es una minoría, notable por lo reducido de su número, la que aborda con seriedad el trabajo legislativo y que lo normal en cualquier Parlamento es el prevalecimiento de backbenchers (en México le dicen El Bronx legislativo) perezosos? ¿Es cierto que se apela cada vez con mayor recurrencia a despechos especializados para elaborar las leyes? ¿O eso de la profesionalización se reduce a tener coordinadores parlamentarios diestros para la grilla y hábiles para la negociación?

¿Cómo nos puede Ilustrar Geraldina de lo que sucede en Alemania, o Giorgio Romero de lo que pasa en España, o Dworak de como se las gastan en Estados Unidos o en el Reino Unido, o, en fin, un largo etc., sobre ESTOS TRES TEMAS EN CONCRETO?

Ah, y todo esto NADA TIENE QUE VER con presidencialismo ni parlamentarismo, aclaro.

martes, 15 de diciembre de 2009

Los mitos del reeleccionismo legislativo


La discusión en torno a la posibilidad de establecer la reelección legislativa en México pierde de vista en un hecho sustancial: en todo el mundo existe un grave y creciente problema de representatividad que consiste en que los ciudadanos se sienten poco o mal representados por sus diputados y senadores , y este fenómeno ocurre a nivel mundial sin que la dichosa reelección legislativa haya coadyuvado a detenerlo. ¿Saben algo los panegiristas de la reelección legislativa en México las razones de la indiscutible y creciente crisis de representatividad mundial? ¿Se preguntan ellos las razones de por qué este problema prevalece en países donde los ciudadanos pueden reelegir a sus representantes?


Una de las más entusiastas defensoras de la reelección legislativa -quien también, paradójicamente, es una de las campeonas del anulismo electoral (¡!!¡¡¡???¿¿¿)-, la señora Denise Dresser, publicó un artículo donde pretende desmontar lo que ella llama “mitos urbanos de la no reelección”. La mayoría de sus “mitos urbanos antireeleccionistas” me parecen una vacilada, y más bien lo que termina por hacer esta furibunda campeona de las causas ciudadanas es defender al reeleccionismo esgrimiendo dos verdaderos mitos que sencillamente no se ven confirmados en la experiencia legislativa de las naciones donde se reeligen a los diputados, y son: 1.- que la reelección obliga a los representantes a acatar más a lo que dicen los ciudadanos que a lo que dictan los partidos y 2.- la reelección provoca la profesionalización de los legisladores.
Me parece que, como siempre sucede en México, quienes están involucrados en la discusión del tema desprecian experiencia internacional o sobrevaloran la muy sui generis experiencia norteamericana. Por eso me atrevo a preguntarle a Dresser y a otros defensores de la reelección legislativa (Fernando Dworak, uno de los más serios, autor, además de estupendas sinfonías y de música de cámara exquisita) qué nos pueden decir de estos temas de acuerdo la experiencia internacional que, seguramente, tan bien conocen y tanto han estudiado
Pregunto:


1.- ¿Por qué la reelección legislativa no ha servido para reducir la crisis de representatividad y el desmedido descrédito de los parlamento a nivel mundial? Existe, ustedes lo saben. Por eso también hay cándidos analistas en democracias tan avanzadas como Francia, Alemania, naciones escandinavas, etc.


2.- Ustedes saben perfectamente bien que en los parlamentos nacionales se discuten temas de alcance nacional e internacional que poco tienen que ver con los temas a nivel local. Los partidos, pese a todos sus defectos, tienen la función precisamente de presentar alternativas, propuestas e ideas de carácter integral que atienden las necesidades del gran conglomerado nacional. El llamado “compromiso con el pueblo que los eligió” tiene, por lo tanto, muy poco que ver con los renglones locales. Su deber, repito, su deber, es suscribir visones globales y de largo plazo y, hasta la feche, donde mejor se suscriben estos postulados generales son en los idearios políticos de un partido. Los diputados y senadores en Parlamentos nacionales abordan problemas sociales, económicos y políticos que incumben a la población de un país en su totalidad, por lo que la visión parcial de un distrito en particular no basta para desarrollar un buen trabajo. Por eso, ¿No están sobrevalorando la presunta relación representados/representantes cuando de lo que se trata es de abordar temas que rebasan las necesidades de un distrito determinado? En países con reelección legislativa en distritos uninominales donde funcionan sistemas de partidos verticales, como Reino Unido o Alemania, ¿De verdad los diputados escuchan más a su distrito que a su partido en el momento de votar leyes de carácter nacional?

3.- Ustedes dicen que la reelección comprometería a los representantes más con las “agendas ciudadanas que con los partidos” pero la verdad es que en los sistemas de partidos llamados verticales (España, Reino Unido, Alemania y un largo etcétera) los partidos siempre tienen forma de disciplinar a los diputados rebeldes. Peores cosas pasan en Estados Unidos, donde los partidos son laxos y horizontales y no existe la disciplina rígida de voto en los parlamentos. Ahí la excesiva dependencia de los representantes ante los intereses locales ha redundado en la prevalencia de visiones parciales y localistas que muchas veces han sido perjudiciales tanto para el desarrollo de las políticas de alcance nacional como para la posición internacional de la que, casualmente, es la principal potencia mundial. ¿De verdad en las naciones con sistemas de partidos tradicionales los diputados han encontrado más incentivos para, eventualmente, revelarse a las instancias partidistas en nombre de sus ciudadanos representados? Tengo entendido que estas rebeldías son las excepciones (y no siempre por las mejores razones, por cierto)

Más grave todavía: los miembros del Congreso estadounidense dependen para costear sus cada vez más onerosas campañas de los intereses corporativos que las pagan, y es por lo tanto a estos intereses corporativos a quienes responden y a ninguna “agenda ciudadana”. ¡Qué nos permite pensar que en México los diputados que puedan reelegirse exclusivamente gracias al apoyo de intereses corporativos (sindicatos, empresas tipo televisa o Telmex, banqueros y un largo etc.) atenderán más a los ciudadanos de a pie que a quienes tienen la capacidad de sufragar sus campañas? No amigos, algo me dice que será todo lo contrario. Con menos disciplina de partido, las televisas, las Elbas Estheres y los Slim de este mundo (del narco, ni hablar) tendrán mucha mayor capacidad s para controlar (comprar) a los diputallios. ¿De verdad no lo ven?

4.- Otro mito de los reelecionistas es la dichosa “profesionalización”. Ustedes, que han de conocer muy bien como funcionan los parlamentos de otras democracias, aclárenos: ¿Es verdad que siempre es una minoría muy reducida de diputados la que elabora, discute y propone las leyes? ¿Son contados los representantes que intervienen, exponen y plantean? Abundan los estudias que confirman la mayoría de los representantes, los llamados backbenchers, se limita a levantar el dedito a la hora de aprobar o rechazar alguna iniciativa. ¡Y hay muchísimos casos de representantes que se pasan décadas sin hacer otra cosa que levantar el dedo! Entonces ¿Cuál profesionalización? ¿De qué manera concreta, de acuerdo a la experiencia del mundo real, se comprueba que a más años de un diputado ocupando su escaño es mayor su capacidad como Legislador?


No amigos, la reelección legislativa no es mala, de hecho puede ser útil, pero hagan el favor de dejar de vendérnosla como su fuera la gran panacea.

¿Son necesarias dos vueltas?


Dentro del paquete de reformas políticas que acaba de presentar Calderón se incluye la posibilidad de instituir la elección presidencial a dos vueltas. No debe sorprendernos. A final de cuentas, la mayoría de los regímenes presidenciales y semi presidenciales utilizan en la actualidad este mecanismo para la designación del jefe de Estado. Es por ello importante que los actores políticos realicen un análisis exhaustivo sobre las virtudes y defectos del sistema de dos vueltas para la elección presidencial, sobre todo a la luz de la experiencia internacional, que es bastante elocuente al respecto. Asimismo, vale la pena reflexionar acerca de la conveniencia de adoptar las dos vueltas no sólo a nivel presidencial, sino también para la conformación de los órganos legislativos.

La idea fundamental de la elección a dos vueltas reside en evitar que un presidente llegue al poder con un porcentaje minoritario o relativamente reducido de la votación, lo cual, para muchos analistas, lo deslegitimaría frente al electorado. Según esta lógica, cuando un candidato llega a ganar una elección presidencial con, digamos, un 35 o 40% del a votación esto querrá decir que un porcentaje mayoritario habría votado por alguno de los adversarios y, por lo tanto, indirectamente están en contra de que el ganador gobierne al país. La celebración de una segunda vuelta con los candidatos mejor ubicados daría la seguridad de que el elegido tendría la su favor a mayoría absoluta de los votos y, por lo tanto, mayor legitimidad.

El primer país importante en adoptar la elección presidencial a dos vueltas fue Alemania durante el período de entreguerras. Los redactores de la Constitución de Weimar diseñaron un sistema político que funcionaría en un esquema multipartidista con la presencia de un presidente directamente electo por el pueblo, que serviría, teóricamente, de contrapeso efectivo ante un parlamento (Reichstag) demasiado fragmentado. Como ninguno de los partidos que prevalecieron en la Alemania weimeriana tenía la fuerza suficiente como para conseguir por si mismo un porcentaje demasiado grande de la votación en una primera vuelta, se diseño la realización de una segunda ronda con los dos candidatos mejor ubicados en la preliminar para garantizar que el jefe de Estado llegaría con un máximo de apoyo popular. Sin embargo, el presidente de la República, el general Von Hindenburg, jamás sirvió como una “balanza efectiva” frente al atomizado y anárquico Reichstag, en virtud, entre otras poderosas razones, a que no se identificaba prácticamente con ninguno de los partidos que lo habían postulado en la segunda vuelta como el “mal menor” y, de hecho, ni siquiera era afecto a la República misma.

Décadas más tarde, al establecerse en Francia la V República, se instaura el sistema de dos vueltas para elección presidencial y también para la conformación de la Asamblea Nacional. Como sucedió en la República de Weimar, la segunda vuelta empieza a funcionar en Francia en un escenario multipartidista exacerbado. A partir de entonces, las dos vueltas funcionan con gran éxito: han coadyuvado a simplificar el sistema de partidos y a propiciar en Francia un muy largo período de estabilidad que ha prevalecido incluso en las épocas de “cohabitación”. Vale decir, sin embargo, que el caso francés es único y de cierta manera irrepetible, a pesar de lo que digan algunos adoradores de los mecanismos de V República. Recuérdese que el éxito del sistema en mucho dependió de la presencia al principio de un “hombre fuete”, el general De Gaulle, y no se pierda de viste la enorme madurez que presenta el sistema de partidos francés.

También es importante destacar que el sistema a dos vueltas contribuyó a la simplificación del sistema de partidos francés no tanto por estar vigente para la elección presidencial, sino por que es el método para la integración del parlamento. Al ser electos los diputados en distritos uninominales a dos rondas, los partidos tienen un poderoso incentivo para la formación de coaliciones eficientes y duraderas. Asimismo, no debemos olvidar que el régimen semipresidencial francés implica la presencia de un primer ministro responsable ante el parlamento, lo cual obliga a los partidos a mantener sus coaliciones después de las elecciones.

Siguiendo el ejemplo francés, la segunda vuelta ha sido instituida por el resto de las naciones semipresidenciales europeas (excepto Finlandia) y por la mayor parte de los estados latinoamericanos. Actualmente, México, República Dominicana, Panamá, Paraguay, Venezuela, Honduras y Nicaragua son las naciones latinoamericanas donde aún se resuelve la elección del presidente con mayoría relativa en una sola jornada, mientras que en Brasil, Colombia, Ecuador El Salvador, Guatemala, Haití, Perú y Uruguay se requiere de una segunda vuelta en caso de que ningún candidato alcance la mayoría absoluta. En Argentina, un candidato se declara vencedor si gana por lo menos el 45 por ciento de los votos en la primera vuelta, y en Costa Rica basta con que rebase el 40 por ciento, de lo contrario, en ambos casos se procede a una segunda ronda. Por último, Bolivia presenta un caso único en el subcontinente, aquí es el Congreso quien decide el nombre del ganador cuando ningún candidato consiga mayoría absoluta en las urnas.

Los defensores del sistema de mayoría relativa aseguran que las dos vueltas en América Latina, lejos de ayudar a consolidar un sistema de partidos fuerte, contribuye a la fragmentación política. El problema fundamental de nuestros países reside consiste en que al no adoptarse las dos vueltas para conformación de la parlamento (ningún país latinoamericano lo hace) y al tampoco funcionar con sistemas semipresidenciales, con un primer ministro responsable ante el parlamento, se pierden los incentivos para mantener coaliciones permanentes, es por ello que la alianzas suelen ser efímeras y construidas al calor del oportunismo electoral. Coaliciones armadas únicamente alrededor de una coyuntura específica y cimentadas tan sólo por el carisma de un candidato popular están condenadas a desaparecer al mudar las fortunas políticas y la popularidad del jefe de Estado.

Se afirma, además, que la mayoría relativa permite a los electores elegir una opción política coherente sobre alternativas claras de gobierno, lo cual permite, a la larga, la consolidación del sistema de partidos. En base a la realización de un exhaustivo estudio empírico, los politólogos Matthew Shugart y John Carey llegaron a la conclusión de que las elecciones de mayoría relativa, contra lo que pudiera pensarse “tienden a inducir la formación de dos bloques en la elección presidencial, mientras que los comicios a dos vueltas, por lo general, son considerablemente más fragmentadas.…Irónicamente, mediante la mayoría relativa es más probable obtener a un ganador por una mayoría electoral genuina que con el método de dos vueltas El candidato que eventualmente emerge ganador de una segunda vuelta por lo general queda muy lejos de obtener una mayoría clara en la primera ronda y, de hecho, casi siempre queda cerca de obtener sólo un tercio de los votos o menos” .

Obtener una cifra relativamente baja de votación en la primera ronda hace a los candidatos que califican a la segunda demasiado dependientes del apoyo de los partidos medianos y pequeños que fueron eliminados. Asimismo, otro problema que emerge con las dos vueltas es que se agudiza el problema de la personalización de la política, al darse, como de hecho se da, mucha más importancia a la persona del candidato que a los programas y propuestas de gobierno. Si bien es cierto este fenómeno esta presente en casi todos los regímenes políticos actuales, por su naturaleza es lógico que en las dos vueltas se acentúa aún más la importancia del candidato sobre los programas.

La experiencia latinoamericana con las dos vueltas a partir de la democratización de los años ochentas y noventa da claros ejemplos de la inestabilidad que puede generar la elección de un presidente que ha ganado únicamente en base a su carisma pero que no cuenta con una base partidista sólida. Los casos de Collor de Mello en Brasil, Fujimori en Perú, Bucaram en Ecuador, Aristide en Haití y Serrano Elías en Guatemala son pruebas más que convincentes de que las dos vueltas de ninguna manera constituyen un remedio infalible contra la inestabilidad. Por el contrario, las naciones que conservan la mayoría relativa han logrado mantener, en mayor o menor grado, una estabilidad política aceptable, incluso en los casos en los que el presidente no cuenta con mayoría en las cámaras legislativas. Hasta la fecha, todos los casos graves de enfrentamiento entre los Poderes en países de América Latina suscitados a raíz de la última democratización, se han dado en naciones con elección presidencial a dos vueltas.

Desde luego, esto no quiere decir que todas las naciones que utilizan la segunda vuelta están condenadas a experimentar enfrentamientos graves entre los Poderes y que los países con mayoría relativa sean irremediablemente estables. Brasil es un buen ejemplo de una nación multipartidista con elección presidencial a dos vueltas donde el sistema político funciona bien, aunque esto mucho debe al talento político que ha demostrado el presidente. Lo importante es entender que no hay nada escrito en cuanto a la eficacia de las fórmulas electorales, y que sostener empecinadamente que el sistema de dos vueltas son mejores per se es producto de un prejuicio.

En el caso particular de México, pienso que el sistema de partidos no está maduro aún para plantearse la instauración del sistema de dos vueltas, ni para la elección presidencial, ni para la conformación del Congreso de la Unión. Piénsese que, por lo menos hasta el momento, vivimos un régimen tripartidista protagonizado por tres grandes formaciones nacionales sumamente disímbolas ideológicamente entre sí. Imaginar una segunda vuelta en el actual escenario mexicano nos lleva a pensar en un presidente electo necesariamente con el apoyo de dos de los tres actores principales, el cual obtendría un triunfo pírrico muy probablemente condenado a enfrentar una grave situación de inestabilidad una vez que la alianza que lo llevó al poder quiebre ante los primeros intentos de llevar a cabo un programa común de gobierno.

Trabajar por un sistema presidencial estable pasa primero por diseñar mecanismos constitucionales que hagan más viable la relación entre Ejecutivo y Legislativo, más que en insistir en el experimento de las dos vueltas. En el proceso de reforma del Estado que esta por comenzar debemos evitar caer en extrapolaciones y en imitaciones insensatas. Hay que anteponer la necesidad que tenemos de garantizar la gobernabilidad democrática mediante en el establecimiento de un sistema de partidos fuerte y representativo y en la construcción de una clase política capaz y responsable.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El Peje, ¿Menos malo que Fecal?


Este Oso desprecia profundamente a Andrés Manuel López Obrador por inculto, autoritario, mesiánico, demagogo, irresponsable, berrinchudo, populista y varias razones más. Sin embargo, empieza a sospechar que, pese a todo, quizá (sólo quizá) hubiese sido un presidente menos malo que el acomplejado enanito que nos cargamos desde hace tres años. Calderón es un sujeto de una insuperable inseguridad personal. Todos los comentaristas políticos respetables de este país, e incluso algunos que no lo son han señalado la preocupante afición de este sujeto a rodearse exclusivamente de sus amiguitos y de los güeritos quetanto le gustan, pero al menos había seguido la sana práctica de nombrar a una figura con credenciales impecables al nombrar al secretario de Hacienda, y aunque Carstens ha dejado mucho que desear con su mediocre manejo de la crisis, debemos al menos reconocerle que tiene una estatura académica e intelectual mucho mayor que la del corderito que nombro el mediocrazo de Calderón para sucederlo. ¡Y todavía nos faltan 3 años de Felipe Calderón!
Es aquí cuando uno añora la eficacia del sistema de parlamentario, donde basta con un voto de censura para echar del poder a un gobernante inepto. Aquí no hay pa’ donde hacerse: tres años más de es te acomplejado ineficiente y borrachín como jefe del país, timón roto e inservible de un barco a la deriva (¡hasta le da por plagiar al Jolopo!).

Mucho me temo que debo rendirme a las evidencias y sumarme a la petición de los hooligans Porfirio y Noroña para que se le haga juicio político a este señor y se le declare mental, moral y psicológicamente incapacitado para continuar al frente de lo que queda de este infortunado país. ¡Caray! Y pensar que cuando yo era un adolescente quería ser presidente! Ahora que soy viejo, cuando veo a pendejazos como Calderón, Fox, el Legítimo o el copetudo del Edomex ascender a tales instancias me digo a mi mismo: “Pos en qué diablos estaba pensando ese chamaco baboso cuando quería ser presidente? No cabe duda que cada día tiene más razón Goethe con eso de que el poder es el complemento de lo mediocres.