Las reformas al Cofipe recién aprobadas son, en general, un avance sustancial para la incipiente democracia mexicana, sobre todo porque nos pone al nivel de las principales democracias occidentales, donde con toda justicia se prohíbe a partidos y candidatos la compra de spots publicitarios en los medios masivos de comunicación con el propósito de equiparar las condiciones de la competencia, reducir la influencia de los medios (videocracia) y de los grupos de poder y evitar los derroches de recursos en las campañas. Esta es la evolución más trascendental que aporta de la reforma y sólo ella la justificaría plenamente, por mucho que les pese a los dueños de los medios y a los merolicos y comparsas que viven de ellos, como Leo Curzio, el otro Leo (Suckerman, así, con S), el caricaturista Calderón y Sergio Sirviento, entre varios otros.
Sin embargo, creo que la reforma se quedó corta en lo que se refiere a evitar la proliferación de partidos “patito” dirigidos por vividores y farsantes. El sistema de partidos mexicano es uno de los peores del mundo. Esto se debe, fundamentalmente, a que padecemos una injusta legislación electoral, la cual obliga a las organizaciones que aspiran a obtener el registro como partidos a efectuar pactos corporativos y a invertir ingentes cantidades de recursos para poder sacar adelante las asambleas que la ley les demanda. Estas reglas claramente inhiben la formación de organizaciones verdaderamente ciudadanas.
El problema de la legislación actual es que significa un fardo corruptor tan grande que es imposible desarrollar una organización verdaderamente independiente y ciudadana a partir de las absurdas reglas que impone. Los partidos pierden credibilidad y autoridad moral en el momento mismo en que acatan la necesidad de corporativizarse y de aceptar pactos con quienes habrán de financiar las asambleas. Esto lo sabemos bien quienes hemos participado en la formación de partidos. Nada es gratis, y toda “ayudita” representa un compromiso más o menos vergonzante.
Sobre el descrédito partidario las encuestas son más que elocuentes: si bien es cierto que hay una franja importante de la opinión pública que (se supone) está insatisfecha con los partidos actuales, también lo es el hecho de que es muchísimo mayor el sector que tiene una opinión muy pobre de los partidos llamados emergentes. Recuérdese que en las encuestas de valores publicadas periódicamente, los partidos y los políticos ocupan, invariablemente, un deshonroso último lugar de confiabilidad.
Y escribo, entre paréntesis, se supone, por que la realidad es que el presunto descontento con los partidos tradicionales no se ha traducido en un cambio drástico del sistema político ni en México, ni en prácticamente ningún país democrático. Mucho se quejan los ciudadanos, pero el hecho es que siguen o votando por los mismos, o premiándolos con la indiferencia de su abstención.
En México, el estigma que padecen los partidos emergentes tiene que ver, sobre todo, otro de los grandes defectos de la legislación actual: a los partidos se les otorgan cuantiosas cantidades de recursos públicos antes de las elecciones, y no a posteriori, como sucede en casi absolutamente todas las democracias del mundo, lo cual, como se sabe, hace que un partido sea un atractivo negocio para los dirigentes que organizan su fundación y un “modus vivendi” para una cantidad importante políticos de pacotilla que están en los partidos para eso y no para sacar adelante un proyecto político.
Aquí el proceso de formación de los partidos es al revés de cómo es y debe ser en un país democrático, donde para que un partido sea viable primero hay un acuerdo sobre plataformas programas e ideología, después se ponen de acuerdo en la organización interna, de ahí participan en elecciones y demuestran su presencia real en la ciudadanía (o su irrelevancia) y al último reciben subsidio público, en general como reembolsos de gastos de campaña. En México, primero es el acarreo para hacer las asambleas y obtener el registro, lo cual significa corporativismo e inversión económica (nunca desinteresada), de ahí viene el registro y el dinero. El proyecto político queda relegado hasta lo último.
Claro, es preocupante que se consolide legalmente el predominio de la oligocracia tripartidista. Otra reforma que falta es implantar un registro escalonado que abra la competencia a partidos nuevos (sin subsidio previo) y a las candidaturas independientes. Con este registro escalonado se facilitarían las condiciones para que los partidos pudieran participar en elecciones, pero NO SE LES DARÍA RECURSOS PÚBLICOS sino hasta DESPUÉS de las elecciones y exclusivamente a los que hayan demostrado una verdadera presencia nacional. Adiós “patentes de corzo” a los Dantescos, niños verde y Anayas de este mundo. Por otro lado, falta hacer una reflexión seria y honesta sobre las causas de porque el tripartidismo goza de cabal salud. Lo cierto es que la gente ha tomado esos tres referentes sin que nadie los obligue, 90% de los votantes los vota cada vez que hay que ir a las urnas. Los nuevos partidos no convencen a nadie y las candidaturas independientes son objeto del escarnio, entre otros, de los analistas. ¿Recuerdan la manera en que los “intelectuales” fueron los primeros en devorarse a Jorge Castañeda?
Si de verdad hay necesidad de un partido nuevo, este deberá surgir al margen del corruptos sistema de partidos, primer como una gran fuerza de opinión ciudadana que se vaya acreditando ante la ciudadanía mediante propuestas y programas, antes que cualquier otra cosa. ¿Se podrá? No sé. Pero de lo que estoy seguro es que con la actual legislación la formación de un partido verdaderamente ciudadano se antoja imposible.
Por otra parte, está el tema de las campañas negativas. Tratar de limitar las campañas negativas no es garantía de que vayamos a disfrutar en delante de una “panacea deliberativa”, pero puede ser un paso en la dirección correcta. Entre las causas objetivas de la denigración de la democracia están el encarecimiento de las campañas, el exceso de influencia de los grupos de poder, la presencia de medios de comunicación irresponsables y las campañas centradas en la denigración sistemática del adversario. Ríos de tinta de politólogos que van desde Weber a Sartori han denunciado estos fenómenos. ¿Por que ahora restarle importancia (sin vanagloriar) a un esfuerzo por combatirlos? Quizá el debate no gane en calidad, pero si protegeremos un poco más a nuestra frágil democracia.
Por último, queda el tema más polémico, el que llevó a la remoción del maguito Ugalde del IFE. Es deseable que los encargados de organizar las elecciones sean inamovibles de sus cargos, pero primero es menester judicializar la institución. Que desaparezca el IFE y que el Tribunal Electoral sea el responsable máximo del proceso, tal como sucede en Europa y América Latina.
Lo cierto es que los consejeros dizque neutrales han sido y son negociados por los partidos al calor de coyunturas políticas. Todos hemos sido testigos de cómo varios ex consejeros se alinean descaradamente al partido de sus amores poco después de abandonar su arbitraje. Creel, Zebadúa, Ortiz Pinchetti, Molinar fue hasta vocero del PAN. ¡Hipócritas! Es hora de revisar la conformación de este órgano. Los magos, sólo sirven para las kermeses ¿o no?
Sin embargo, creo que la reforma se quedó corta en lo que se refiere a evitar la proliferación de partidos “patito” dirigidos por vividores y farsantes. El sistema de partidos mexicano es uno de los peores del mundo. Esto se debe, fundamentalmente, a que padecemos una injusta legislación electoral, la cual obliga a las organizaciones que aspiran a obtener el registro como partidos a efectuar pactos corporativos y a invertir ingentes cantidades de recursos para poder sacar adelante las asambleas que la ley les demanda. Estas reglas claramente inhiben la formación de organizaciones verdaderamente ciudadanas.
El problema de la legislación actual es que significa un fardo corruptor tan grande que es imposible desarrollar una organización verdaderamente independiente y ciudadana a partir de las absurdas reglas que impone. Los partidos pierden credibilidad y autoridad moral en el momento mismo en que acatan la necesidad de corporativizarse y de aceptar pactos con quienes habrán de financiar las asambleas. Esto lo sabemos bien quienes hemos participado en la formación de partidos. Nada es gratis, y toda “ayudita” representa un compromiso más o menos vergonzante.
Sobre el descrédito partidario las encuestas son más que elocuentes: si bien es cierto que hay una franja importante de la opinión pública que (se supone) está insatisfecha con los partidos actuales, también lo es el hecho de que es muchísimo mayor el sector que tiene una opinión muy pobre de los partidos llamados emergentes. Recuérdese que en las encuestas de valores publicadas periódicamente, los partidos y los políticos ocupan, invariablemente, un deshonroso último lugar de confiabilidad.
Y escribo, entre paréntesis, se supone, por que la realidad es que el presunto descontento con los partidos tradicionales no se ha traducido en un cambio drástico del sistema político ni en México, ni en prácticamente ningún país democrático. Mucho se quejan los ciudadanos, pero el hecho es que siguen o votando por los mismos, o premiándolos con la indiferencia de su abstención.
En México, el estigma que padecen los partidos emergentes tiene que ver, sobre todo, otro de los grandes defectos de la legislación actual: a los partidos se les otorgan cuantiosas cantidades de recursos públicos antes de las elecciones, y no a posteriori, como sucede en casi absolutamente todas las democracias del mundo, lo cual, como se sabe, hace que un partido sea un atractivo negocio para los dirigentes que organizan su fundación y un “modus vivendi” para una cantidad importante políticos de pacotilla que están en los partidos para eso y no para sacar adelante un proyecto político.
Aquí el proceso de formación de los partidos es al revés de cómo es y debe ser en un país democrático, donde para que un partido sea viable primero hay un acuerdo sobre plataformas programas e ideología, después se ponen de acuerdo en la organización interna, de ahí participan en elecciones y demuestran su presencia real en la ciudadanía (o su irrelevancia) y al último reciben subsidio público, en general como reembolsos de gastos de campaña. En México, primero es el acarreo para hacer las asambleas y obtener el registro, lo cual significa corporativismo e inversión económica (nunca desinteresada), de ahí viene el registro y el dinero. El proyecto político queda relegado hasta lo último.
Claro, es preocupante que se consolide legalmente el predominio de la oligocracia tripartidista. Otra reforma que falta es implantar un registro escalonado que abra la competencia a partidos nuevos (sin subsidio previo) y a las candidaturas independientes. Con este registro escalonado se facilitarían las condiciones para que los partidos pudieran participar en elecciones, pero NO SE LES DARÍA RECURSOS PÚBLICOS sino hasta DESPUÉS de las elecciones y exclusivamente a los que hayan demostrado una verdadera presencia nacional. Adiós “patentes de corzo” a los Dantescos, niños verde y Anayas de este mundo. Por otro lado, falta hacer una reflexión seria y honesta sobre las causas de porque el tripartidismo goza de cabal salud. Lo cierto es que la gente ha tomado esos tres referentes sin que nadie los obligue, 90% de los votantes los vota cada vez que hay que ir a las urnas. Los nuevos partidos no convencen a nadie y las candidaturas independientes son objeto del escarnio, entre otros, de los analistas. ¿Recuerdan la manera en que los “intelectuales” fueron los primeros en devorarse a Jorge Castañeda?
Si de verdad hay necesidad de un partido nuevo, este deberá surgir al margen del corruptos sistema de partidos, primer como una gran fuerza de opinión ciudadana que se vaya acreditando ante la ciudadanía mediante propuestas y programas, antes que cualquier otra cosa. ¿Se podrá? No sé. Pero de lo que estoy seguro es que con la actual legislación la formación de un partido verdaderamente ciudadano se antoja imposible.
Por otra parte, está el tema de las campañas negativas. Tratar de limitar las campañas negativas no es garantía de que vayamos a disfrutar en delante de una “panacea deliberativa”, pero puede ser un paso en la dirección correcta. Entre las causas objetivas de la denigración de la democracia están el encarecimiento de las campañas, el exceso de influencia de los grupos de poder, la presencia de medios de comunicación irresponsables y las campañas centradas en la denigración sistemática del adversario. Ríos de tinta de politólogos que van desde Weber a Sartori han denunciado estos fenómenos. ¿Por que ahora restarle importancia (sin vanagloriar) a un esfuerzo por combatirlos? Quizá el debate no gane en calidad, pero si protegeremos un poco más a nuestra frágil democracia.
Por último, queda el tema más polémico, el que llevó a la remoción del maguito Ugalde del IFE. Es deseable que los encargados de organizar las elecciones sean inamovibles de sus cargos, pero primero es menester judicializar la institución. Que desaparezca el IFE y que el Tribunal Electoral sea el responsable máximo del proceso, tal como sucede en Europa y América Latina.
Lo cierto es que los consejeros dizque neutrales han sido y son negociados por los partidos al calor de coyunturas políticas. Todos hemos sido testigos de cómo varios ex consejeros se alinean descaradamente al partido de sus amores poco después de abandonar su arbitraje. Creel, Zebadúa, Ortiz Pinchetti, Molinar fue hasta vocero del PAN. ¡Hipócritas! Es hora de revisar la conformación de este órgano. Los magos, sólo sirven para las kermeses ¿o no?