Nadie puede negar que la pobreza y la desigualdad son dramas mayúsculos en las sociedades latinoamericanas, ni nadie puede ocultar la responsabilidad en ello de nuestras élites económicas y políticas. Por décadas todo tipo de regímenes políticos han combatido (o asegurado combatir) este flagelo sin tener éxitos genuinamente profundos y duraderos. Por eso la lucha contra la pobreza es bandera esencial de los movimientos populistas.
“¿Cómo es posible reprochar la intención de buscar una masiva transferencia de recursos a favor de los pobres?”, nos dicen los defensores del populismo. De no atenderse la disparidad extrema, aseguran, se corre el riesgo de ver estallar “de mala manera a la desesperación, el resentimiento y la violencia”, y un hombre fuerte consagrado a los pobres es, entonces, la solución.
“El fondo es la obsesión por mejorar la condición de los de abajo, y para ello son necesarios millones de subsidios para ancianos, jóvenes sin recursos y personas en condiciones precarias”, y de ahí puede justificarse todo: autoritarismo, supresión de instituciones e incluso el culto a la personalidad del líder.
Todo esto podrá sonar muy bien, pero las respuestas populistas han arrojado, históricamente, magros y hasta contraproducentes resultados en el tema del combate a la pobreza, y es así porque, como en todo, pretenden ofrecer soluciones sencillas para problemas complejos. Lejos de atenuar la pobreza y las condiciones de vulnerabilidad terminan por incrementar el número de pobres y por agudizar las inequidades sociales.
El populista utiliza la política social como un instrumento de manipulación, no como una herramienta eficaz para resolver los problemas reales de la gente.
El genuino combate contra la pobreza exige la articulación de políticas intersectoriales y se enfoca en materias estructurales como la educación de calidad, la política fiscal, la transparencia y el acceso a cobertura sanitaria.
Si solo se procura la creación de redes clientelares y a la cooptación política de los más desfavorecidos se amenaza la estabilidad económica y, a la larga, se perjudica a los sectores más vulnerables.
A principios de este siglo, el boom en los precios de las materias primas latinoamericanas permitieron reducir los índices de pobreza, cosa bien aprovechada por gobiernos populistas como los de Venezuela, Argentina, Ecuador o Bolivia. Pero desde hace algunos años esa ilusión se rompió. Al principiar 2020 la economía latinoamericana presentaba su peor desempeño en cuatro décadas, situación ahora exacerbada por el coronavirus.
Según la CEPAL, se experimentó en América Latina un rebrote de la pobreza. Desde 2014 a la fecha hay 27 millones más de pobres. Se esfumaron los logros alcanzados antes de 2012 y, desgraciadamente, viene lo peor.
El agravamiento de los índices de pobreza latinoamericanos ha desnudado, una vez más, la ineficacia intrínseca del populismo. Quizá algún día entendamos la lección.
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