jueves, 19 de marzo de 2020

Mohammed Bin Salman, el temerario




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El joven príncipe Mohammad bin Salman (34 años), hombre fuerte de Arabia Saudita, quiere revolucionar a su país con ambiciosas reformas económicas, sociales y religiosas, pero su megalomanía y su reiterada capacidad de meter la pata en temas internacionales pueden llevar sus anhelos transformadores al caño.

Fue nombrado príncipe heredero a mediados de 2017. Con mano dura marginó a todos sus rivales. Cientos de jeques y príncipes fueron encerrados por meses en el Ritz Carlton de Riad.

Con todo el poder en sus manos empezó a impulsar reformas. Las mujeres ya pueden manejar, la policía religiosa tiene menos presencia pública, la influencia de los clérigos disminuye y la cúpula militar fue relevada. Pero la represión a los disidentes se mantiene igual. Decenas de militantes pro los derechos humanos han sido detenidos, así como escritores y periodistas.

El príncipe también quiere preparar a Arabia para la época “pospetróleo”. Para ello, ha iniciado un gran plan de transformación nacional sustentado en la construcción de proyectos faraónicos  dedicados al entretenimiento y el turismo (hasta hace poco restringido por razones religiosas), así como la creación de NEOM, una ciudad futurista llena de robots, drones, inteligencia artificial y fuentes alternativas de energía.

Pero para muchos críticos estos no son proyectos realistas. Entre las desmesuradas ambiciones del príncipe y las capacidades reales del Reino priva una colosal distancia, según explican varios economistas expertos.

Asimismo, la impericia y soberbia de Salman lo han llevado a cometer varios errores crasos en su política exterior. La intervención árabe en Yemen ha sido un desastre, el bloqueo a Qatar un rotundo fracaso, y muy mal dirigido su enfrentamiento con Irán.  El colmo fue el torpe asesinato del periodista disidente  Jamal Khashoggi y el hackeo del teléfono celular de Jeff Bezos.  

Ahora, el temerario príncipe juega con fuego al retar a Vladimir Putin, ese otro bravucón internacional. Rusia y Arabia se han lanzado a una guerra petrolera altamente destructiva. Salman ordenó inundar el mercado de crudo, pero Putin no se arredró y aunque su rival tiene costos de extracción mucho más bajos, Rusia cuenta con un arma poderosa con su capacidad de devaluar el rublo cuantas veces lo considere necesario.

La guerra de precios amenaza con hundir a la industria petrolera en un abismo, y justo cuando el coronavirus desencadena una caída en la demanda. Ni Arabia, ni Rusia ni, desde luego, ningún país exportador podrán salir indemnes de la demencial “ruleta rusa” de Salman.

El exceso de voluntarismo obnubila a los autócratas. Pretenden ser todopoderosos, casi mágicos, inmunes a los complejos males del mundo. Pero en la política se puede perder todo, menos el sentido de la realidad. Distinguir entre lo real y lo falso es el único genuino talento indispensable del hombre público.


Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
18 de marzo de 2020

Putin y Erdogan: ¿Enemigos Íntimos?


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Turquía y Rusia han tenido a lo largo de los siglos una relación  belicosa: los Imperios Otomano y Ruso pelearon doce duras y sangrientas guerras entre sí. Sin embargo, con el afianzamiento en el poder de Erdogán y Putin estos dos grandes naciones iniciaron un periodo de cercana asociación… o al menos eso parecía hasta hace poco.


Erdogan decidió distanciarse de sus aliados tradicionales de Occidente porque sus impulsos autoritarios y nacionalistas le impelen a soñar con una Turquía capaz de hacer valer por sí misma sus intereses en Medio Oriente sin estar condicionada en los temas de respeto a la democracia y los derechos humanos. 


El acercamiento de Ankara con Rusia se consolidó en años previos con la compra de equipo militar ruso y con la construcción un gasoducto en el Mar Negro para transportar gas natural a Turquía.


Pero las viejas rivalidades resurgieron por culpa de la crisis siria. Rusia es el gran aliado de Bachar al Assad y Turquía respalda a algunos de los grupos rebeldes sirios. Además, Ankara pretende reforzar su presencia en el norte de Siria para impedir una región bajo control kurdo, la cual podría servir como santuario a la insurgencia kurda en Turquía.


En las últimas semanas, la provincia rebelde de Idlib, limítrofe con Turquía, ha colapsado ante los avances del gobierno de Assad. Como resultado, medio millón de personas han huido desde diciembre.


Turquía es ya el país del mundo con más refugiados y no puede sostener a más. Por eso a Erdogan le urge la paz, pero Putin pretende poner fin a la guerra únicamente con un  triunfo inobjetable y absoluto de Assad y así lograr una victoria estratégica sobre Occidente.


Idlib amenaza con llevar a un enfrentamiento directo entre Rusia y Turquía. Soldados turcos tratan de evitar la caída de Idlib, pero han muerto por docenas, posiblemente como consecuencia de ataques ordenados por el alto mando ruso. 


El jueves pasado, en una cumbre celebrada en Moscú, Putin le enseñó una dura lección a Erdogan -quien llegó muy debilitado a la cita- al imponerle un acuerdo de alto al fuego.


La arrogancia de Erdogan ha llevado a Turquía al borde del desastre en Siria. Al asilar y contraponer a Turquía frente a la Unión Europea y la OTAN ha puesto en peligro la lucha contra el Estado Islámico, provocado un enorme dilema humanitario en la frontera con Grecia a causa de una nueva crisis de refugiados y comprometido la posibilidad de recibir asistencia por parte de Occidente en caso de un enfrentamiento mayor con Rusia. 


Y a todo esto se añade el creciente desgaste interno de Erdogan, cada  vez más impopular, con la economía en crisis y la oposición a su régimen creciendo. 

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
11 de marzo de 2020

Demagogia y Teorías de Conspirativas



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Las teorías conspirativas son esenciales en el crecimiento y consolidación de los movimientos populistas y esto ha quedado nuevamente constatado con la irresponsable respuesta de Donald Trump y algunos otros dirigentes mundiales frente al brote global del coronavirus.
En realidad, creer en las conspiraciones es muy común en todo el planeta y aunque las personas con menores ingresos y bajo nivel educativo son más proclives a adoptarlas, la alta formación académica e intelectual no exenta a nadie de caer en la tentación.
Esto es así porque se obtiene un “sentido de orden y lógica” en el caos mundial. Es fácil someterse a una teoría de la conspiración ante una realidad caótica, azarosa y difícil de asumir
La gente procura poco buscar la verdad, prefiere interpretar la información para confirmar y reforzar creencias y prejuicios. Los hechos, los datos y la información dura son muchas veces voluntariamente ignorados para protegemos a nosotros mismos de la verdad.
Para muchos estudiosos del tema de la “conspiranoia”, ésta es esencial en la identidad de sus creyentes. La fe en la existencia de planes secretos y otros relatos afines son para millones de ciudadanos comunes y corrientes una plausible elucidación de cómo funciona el mundo.
No existe la casualidad, todos los engranajes encajan, en la sombra hay alguien manejando los hilos y “saberlo” nos hace destacar entre la multitud porque “a mí no me engañan, yo sí comprendo cómo marchan realmente las cosas”.
Pero es todo lo contrario. La difusión de estas teorías son una de las formas más viejas de manipulación y los demagogos las utilizan profusamente para mantener el entusiasmo entre sus bases. Les permite ostentarse como alternativas radicales contra los políticos del “más de lo mismo”.
A base de conspiraciones los demagogos ofrecen una explicación de la realidad sencilla y comprensible. Además, invariablemente proporcionan un culpable. Siempre hay “fuerzas malévolas” atentando contra la gente común y eso tiene la ventaja de reducir la política a una lucha de los conspiradores contra los demás. Se concreta el ideal populista: pueblo bueno contra élite corrupta.
Con el internet las teorías conspirativas viven una auténtica edad de oro. Han encontrado un entorno natural para desarrollarse y multiplicar su efecto.
Hoy se desempeñan al frente del gobierno de cada vez más naciones quienes hicieron su carrera política enarbolando bizarras teorías de conspiración. Evidentemente, cuando las cosas empiezan a salirles mal o sus promesas fáciles enfrentan retos demasiado ingentes y complicados, las conspiraciones son el pretexto ideal para encubrir su incompetencia.
Pero crisis como la del coronavirus en realidad exhiben su rechazo sistemático a las opiniones expertas y a los hechos científicos, y evidencian su desinterés en la planeación de largo plazo y su incapacidad de aprender de los errores.

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
4 de marzo de 2020





Populismo y Misoginia




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Los roles de género tradicionales cambian y eso aterroriza a los “hombres fuertes” de hoy. Este temor es tangible en el talante claramente misógino de muchos movimientos populistas y es coherente con la estrategia de estigmatizar a todo opositor como “enemigo de la nación y del pueblo”.


Los populistas no toleran ni la crítica ni la disidencia. Desconfían de cualquier forma de protesta, aunque no vaya específicamente contra ellos. Si un movimiento no es encabezado por el líder, este se convierte en un peligro potencial y debe ser impugnado. 


Donald Trump es la quintaescencia del machista vulgar e intransigente. Sus despectivos comentarios sobre las mujeres no son sólo cuestión de sus atroces rasgos de carácter, sino traslucen la idea falaz de considerar al “espíritu masculino” víctima de ataques por parte la “asesina doctrina de la igualdad de géneros”.


Otro macho prototípico es Vladímir Putin, el del torso desnudo. Su Gobierno hizo aprobar el año pasado normas para legalizar formas de violencia doméstica. La Iglesia Ortodoxa aprobó esta legislación “a nombre de los valores tradicionales de la familia”. 


En la Turquía de Erdogan el machismo se ha enseñoreado.  Para este señor las mujeres no interesadas en tener hijos y dedicadas a su carrera profesional “niegan su feminidad”, “están incompletas” y son “mitad persona, no importa cuánto éxito tenga en el mundo de los negocios”.

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Erdogan se irrita cada 8 de marzo en ocasión de la celebración del Día Internacional de la Mujer. El año pasado, centenas de mujeres fueron agredidas con gases lacrimógenos por la policía. El presidente acusó a “sus opositores” de haber promovido el movimiento feminista. 


Y así una gran cantidad de ejemplos. Bolsonaro declaró sobre una opositora: “jamás la violaría, está muy fea”. El presidente filipino Duterte se lamentó, públicamente, de no haber participado en la violación multitudinaria de una misionera australiana. 


“Espero que te violen”, le gritaron xenófobos a la capitana del barco humanitario de rescate de migrantes Carola Rackete, azuzados en las redes sociales por Matteo Salvini.


En Hungría, los estudios de género fueron excluidos de las universidades. En Polonia, el gobierno ultranacionalista promueve como eje de su labor valores arcaicos y patriarcales donde la mujer solo cuenta como madre, esposa y feligresa. En España, el programa de Vox  tiene como objetivo explícito “la lucha contra el feminismo”. 


Y los populistas latinoamericanos no se quedan atrás. Chávez, Correa y Evo también vertieron una buena cantidad de insultos misóginos.


El machismo es esencial en los líderes populistas porque estos presumen ser intérpretes de “los deseos genuinos del Pueblo”, y ello incluye obsoletas visiones y creencias acerca de las jerarquías de género. Pero las mujeres no se arredran. Por eso constituyen en la gran esperanza y el antídoto idóneo contra los autoritarismos actuales.

Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes 
26 de febrero de 2020

La “infantilización” del lenguaje político




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Donald Trump utiliza en sus tuits y discursos el lenguaje y la gramática correspondientes a la forma habitual de expresarse de niños de once años o menos, según un estudio reciente publicado en la revista Newsweek. De hecho, se trata del presidente cuya forma de comunicarse es la más elemental en toda la historia de Estados Unidos. 


Entre las palabras más utilizadas por el ocupante de la Casa Blanca están: “yo”, “ganador”, “perdedor”, “perdedor total” “estúpido”, “fuerte”, “idiotas”, “tontos”, “malo”, “increíble”, “tremendo” y “terrífico”.


Trump es prototipo de una de las características fundamentales del político populista: la “infantilización” del lenguaje político. 


Casi todos los autócratas de hoy y aspirantes a serlo apelan a este recurso, a veces como estrategia de un político hábil, pero las más de las ocasiones como resultado lógico de la pobre formación intelectual del líder. Putin es famoso por sus chistes y expresiones soeces. Salvini se maneja sus redes sociales con el espíritu y el idioma de un adolescente malcriado. Duterte es un monumento a la vulgaridad. Kaczynski hila con mucha dificultad más de dos ideas y Maduro, Evo, Erdogan y Orban (entre otros) compiten fuerte en este campeonato por saber cuál es el caudillo más pedestre.  


La utilización de un lenguaje político elemental ayuda al buen demagogo a marcar distancia con las odiadas élites, aficionadas a los razonamientos rebuscados, y los acerca al “hombre común”, al sagrado “pueblo”. Así se proyectan como líderes auténticos y sinceros. Por eso recurren a insultos y descalificaciones pueriles, exhiben y promueven un desusado interés por asuntos irrelevantes e incluso llegan a sentirse orgullosos de sus incoherencias y “gaffes”. 


Son capaces de imponer sus cutres conceptos y valores al debate. Simplificaciones, vulgaridades y desahogos utilizados más tarde como munición por sus troles en las redes sociales.


Ante ello, los críticos pueden caer en la tentación de considerar a los populistas simplemente como “niños”, sin entender la importancia de hacer una autocrítica al discurso elitista o, peor aún, caer en la provocación de las fútiles descalificaciones. Como escribió la periodista turca Ece Temelkuran: “El lenguaje del debate político se reduce a una especie de lucha libre donde todo está permitido, hasta que incluso los intelectuales más prominentes terminan bailando al son de los populistas.”


El populismo, como una de las formas de manipulación política (desde luego, no es la única), tiene el interés de mantener a los ciudadanos “eternos niños”. Utiliza el lenguaje de la calle para, pretendidamente, “acercar el poder al pueblo”, pero en realidad promueve la renuncia al raciocinio y a la capacidad crítica y hace realidad las palabras de Paul Valéry, quien definió a la política como “el arte de mantener a la gente apartada de los asuntos que verdaderamente le conciernen”.


Pedro Arturo Aguirre
publicado en la columna Hombres Fuertes
19 de febrero de 2020