Incluso
mucho del electorado socialdemócrata tradicional ha desertado para favorecer a
opciones populistas de extrema derecha, como quedó claro en el voto del Brexit
de 2016, las elecciones francesas y neerlandesas de 2017 e incluso en las
presidenciales norteamericanas de 2016. En todos estos casos regiones
industriales que tradicionalmente simpatizaban con la centroizquierda, pero que
han sido particularmente castigadas por la globalización, optaron por cambiar
su voto en favor del populismo de derecha. Obviamente, esta pérdida de
popularidad también ha afectado a los partidos de centro derecha, pero de una
manera menos acentuada. Los grandes efectos de la crisis económica que estalló
en 2007 han dañado mucho más en las urnas a la socialdemocracia que a las
opciones conservadoras, es cierto, pero también lo es que en la actualidad es
toda la democracia representativa la que está en un gran dilema. Por ello han
aparecido “hombres fuertes” en el gobierno de cada vez más naciones. Al
comenzar el nuevo siglo fue electo presidente ruso Vladimir Putin, quien se ha
consolidado de forma descomunal en el poder a lo largo de los últimos 15 años.
El presidente turco Recep Tayyip Erdogan, el primer ministro húngaro Viktor
Orban, el premier de la India Narendra Modi y el mandatario Filipino Rodrigo
Duterte también fueron electos democráticamente en las urnas. Lo mismo sucedió
con Chávez/Maduro, Corea, Morales y Ortega en Latinoamérica. Todos estos personajes
han concentrado tanto poder en sus manos que sus naciones poco se parecen ya a
lo que entendemos como una democracia liberal. Prolifera lo que el politólogo
norteamericano Fareed Zakaria describió como “democracias iliberales”, es
decir: “Regímenes elegidos democráticamente, especialmente aquellos reelectos o
reafirmados mediante referendos, irrespetan de manera rutinaria los límites
constitucionales y despojan a sus ciudadanos de sus derechos básicos y sus
libertades primordiales”. Incluso en China, un sistema tradicionalmente
autoritario pero que desde hace tiempo enfatiza el liderazgo colectivo, los
medios de comunicación han calificado al presidente Xi Jinping de
"Presidente de Todo", como reflejo de la cantidad de poder que ha
acumulado, la mayor que cualquier líder chino desde Mao Zedong.
La tendencia
al personalismo tuvo en 2016 un impulso inusitado con la elección como
presidente de Estados Unidos de Donald Trump, la cual ha inaugurado una etapa
de incertidumbre global, de hecho, un todo un cambio de paradigma instalado
como una especie de “Caja de Pandora”. Dueño de un estilo marcadamente
personalista, Trump dice detestar a los políticos, personificar “al pueblo” y
ser el único capaz de resolver, él solo, todos los problemas de Estados Unidos
(I alone can fix it). Triunfó
utilizando los estilos y retóricas características de los caudillos
latinoamericanos, lo que refleja una profunda fractura social en la otrora
principal democracia del mundo. Polarización y desencanto como movilizadores para
un gobierno que llega con una “identidad antisistema” y no tiene muy en claro
con cuales valores y formas cobrará cuerpo, pero abiertamente gira alrededor
del voluntarismo del líder.
Evidentemente,
los regímenes personalistas están muy lejos de ser un fenómeno nuevo. Al
contrario, han sido la norma durante gran parte de la historia desde los
faraones de Egipto hasta los dictadores del siglo XX. Pero tras la ola
democratizadora que experimentó el mundo tras la caída del muro de Berlín
muchos pensaban que las dictaduras, los cultos a la personalidad y los “hombres
fuertes” eran cosa del pasado. Contra los pronósticos de los más optimistas, el
personalismo ha vuelto en iracunda vorágine al inicio de este siglo XXI. Casi
siempre lo ha hecho con la pretensión de corregir graves desequilibrios
sociales. Ante las transformaciones del mundo globalizado los ingresos y las
perspectivas de futuro de la gente común se han estancado, si no es que
reducido. La indignación cunde contra las elites y las instituciones de representación
política. Esto, desde luego, tampoco es nuevo. Líderes mesiánicos y
providenciales han aparecido en el seno de sociedades fracturadas desde hace
mucho tiempo, pero lo han hecho con la pretensión de instaurar abiertamente
dictaduras implacables. Los hombres fuertes de hoy (y mujeres, si pensamos -por
ejemplo- en Marine Le Pen) se valen de los métodos de las democracias
tradicionales y de los nuevos medios de comunicación para llegar al poder y
sostenerse en él. Y si hasta el inicio de la actual centuria liberalismo y
democracia se habían sostenido como un binomio indisoluble, ahora vemos como se
disgregan. Una parte creciente de los electorados admite que el líder gobierne
incluso si ello significa sacrificar derechos liberales. Lo que es tan peligroso
de hombres fuertes es precisamente que no sólo desprecian los derechos
individuales, sino que lo hacen con el consenso de los gobernados.
La mente
popular es incapaz de escepticismo y esa incapacidad la entrega inerme a los
engaños de los estafadores y al frenesí de los jefes inspirados por visiones de
un destino supremo. Pero con el tiempo las intenciones iniciales se olvidan. La
acumulación de poder se convierte en el único fin y las elecciones en el medio
propicio para alcanzarlo. Los votos, las mayorías electorales, que en teoría
deberían controlar los abusos de poder, sirven en la práctica de subterfugio
para justificar los excesos del poder y la violación de las libertades. Los
hombres fuertes despiertan grandes ilusiones. Tienen en común la idea de que
las cosas pueden cambiar a base de pura voluntad, por ello desprecian a las
instituciones y no tardan en socavarlas. Así sucede con los procesos
electorales, las cámaras legislativas, el Poder Judicial, los partidos, etc.
Como siempre, usan y abusan de la propaganda del miedo y de la mentira.
“Miente, mil veces miente y tu mentira se convertirá en realidad”, el famoso
apotegma goebbelsiano es la pauta básica de Steve Bannon, principal vicario de
la posverdad. Pero depender tanto de la fuerza de “la voluntad” termina en
constantes cambios de opinión por capricho, en políticas volátiles, en
decisiones erráticas. Por otra parte, los regímenes personalistas han sido casi
siempre los más corruptos, los menos transparentes y los más propensos al clientelismo.
Llegan los hombres fuertes al poder con un amplio apoyo popular y por lo
general comienzan sus mandatos con la aplicación de políticas que gozan de un
enérgico respaldo, pero cuando se vuelven impopulares (como sucede con la
mayoría de los gobernantes después de algún tiempo en el cargo) no están
dispuestos a renunciar al aplauso y al poder absoluto. ¡El Pueblo soy yo,
Carajo!, exclamó Chávez. Trump le hizo eco al comandante cuando aseguró en su
toma de posesión que con él a la Casa Blanca entraba “el Pueblo”. Convencidos
de su capacidad única para canalizar las opiniones de la gente común, los
hombres fuertes abuzan del discurso nacionalista, de la manipulación
informativa y de la estrategia maniquea de culpar de todo mal a la oposición, a
los enemigos internos y externos, y a todo tipo de imaginarios traidores y
villanos. Electos como los campeones del pueblo, primero pervierten a las
democracias que dominan para hacerlas “iliberales” y de ahí ya no queda
demasiado lejos la ruta a la autocracia directa, como lo demuestra en estos
días el triste caso venezolano.
El reto de
la socialdemocracia actual es hoy exactamente la misma de siempre: asegurar que
una proporción más alta y pertinente del crecimiento económico beneficie a la
mayor parte posible de la gente y no sólo como una cuestión de justicia
distributiva, sino también como la mejor esperanza de evitar el deslizamiento
de la democracia liberal a la democracia “iliberal” y de ésta a una autocracia
absoluta que barra con las garantías ciudadanas y los derechos humanos. El
drama reside, lamentablemente, en que la visión, enfoque y proyecto de los
socialdemócratas parece carecer hoy con un esquema sólido con el cual afrontar
los retos de la presente centuria. El keynesianismo estatista (inversión pública
exorbitante, déficits presupuestales, ampliación del Estado bienestar, etc.)
que enarbolan algunos socialdemócratas añorantes de viejo cuño y los populistas
ha demostrado, en reiteradas ocasiones, su inviabilidad. No basta con señalar a
los “excesos del neoliberalismo” como explicación de los problemas sociales y
económicos del sistema capitalista. El viejo estatismo podrá, eventualmente,
ganar algunas elecciones, pero terminará en el desastre, tal como lo atestigua
la hecatombe venezolana o los fracasos de los gobiernos populistas en Argentina
y Brasil. También resulta muy significativa la “vuelta en u” del partido Syriza
en Grecia, que mientras estuvo en la oposición sostuvo un discurso ferozmente
izquierdista y en el poder se ha limitado a acatar las directrices que le dicta
la Unión Europea, el FMI y el Banco Mundial. Se ha hecho evidente que
crecimiento sostenido del Estado del bienestar es insostenible debido a las
tensiones y paradigmas propios de la globalización y a las ingentes
limitaciones de recursos económicos para garantizar más y mejores políticas
sociales. El incremento progresivo del peso del Estado en la economía de las
naciones se ha convertido más en un pasivo que en un activo para el libre
desarrollo de un modelo económico competitivo. Asimismo, el otro gran tema del
momento, la corrupción, se hace presente como uno de los principales defectos
del estatismo exacerbado. Al amparo del Estado omnipresente la corrupción
política y los abusos de particulares en la captación de rentas públicas crecen
a la sombra de una escasa transparencia y un ineficiente control.
Asimismo,
concurre a la crisis socialdemócrata en esta época de grandes cambios
tecnológicos el gran auge de las redes sociales y la progresiva simplificación
de todo mensaje político, lo cual redunda a favor de la banalización de la
política y de la consiguiente manipulación burda de amplísimos sectores de la
opinión pública. Los populistas –de izquierda y de derecha– encuentran en este
escenario una vía de penetración impensable hace tan solo unos pocos años.
El regreso
al estatismo y recurrir a la simplificación del discurso no es el camino por el
que pueda transitar la socialdemocracia del siglo XXI. Con este equipaje, el
viaje es menos que imposible. Solo a través de análisis precisos y soluciones
actualizadas y audaces que estén a la altura del compromiso exigido por los
nuevos tiempos es posible imaginar una democracia con vocación social y
progresista. En este sentido, algunos analistas ven una nueva opción ciudadana,
alejada a los esquemas corporativos de la socialdemocracia tradicional, pero
que manejan un discurso progresista en lo social y de irrestricta defensa de
los valores de la democracia liberal y propone poner al tono del siglo XXI las
formas y elementos de hacer política. Muchos analistas han nombrado esta nueva
corriente “la rebeldía del centro” y tiene a algunos de sus principales
representantes en políticos como Emmanuel Macron, Mateo Renzi, Albert Rivera,
Martin Schulz y (en su momento) Barack Obama. Quizá en estas alternativas se
encuentre la esperanza de ver resucitar en la política mundial una forma de
“socialdemocracia renovada” capaz de sostener aquella altura intelectual de los
partidos que no asumen un “credo de cruzada”, sino una actitud profundamente
crítica del entorno real, y, como lo propuso ya en los años cincuenta el
teórico Anthony Crosland “con una filosofía escéptica pero no cínica;
independiente, pero no neutral; racional, pero no dogmáticamente racionalista”.
Sólo el tiempo hablará de su viabilidad.
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