En todo el mundo surgen opciones electorales que
se auto denominan “ciudadanas” para tratar de distinguirse de la “política
tradicional”, actualmente tan desprestigiada. Abundan por doquier candidatos
ciudadanos que exponen como su principal virtud en la búsqueda de posiciones
políticas la de, precisamente, no ser políticos, e incluso partidos y
organizaciones de vieja raigambre adoptan el purificador apelativo de “ciudadano”
para ponerse a la moda de los tiempos. Hacia las elecciones presidenciales de
2018 en México el PAN y el PRD bautizan un curioso intento de coalición
“pos-ideológica” como “Frente Ciudadano”, al que se suma, gustoso, el Movimiento
Ciudadano (no podría ser de otra forma) de ese viejo lobo de la política que es
Dante Delgado. Personajes que militaron por décadas en partidos como El Bronco,
Margarita Zavala y Armando Ríos Piter se limpian de todo pecado y pretenden,
grotesca impostura, ser candidatos “independientes” junto con decenas de
aspirantes más, todos ciudadanos impolutos, pero, eso sí, unos más orates que
otros. La pregunta es: ¿De verdad es esta pretendida “ciudadanización de la
política” la solución a los graves problemas de representatividad y eficacia
que presenta hoy la democracia?
El derecho a votar y ser electo es un binomio
elemental en cualquier genuina democracia, tal y como lo establecen todos los
instrumentos jurídicos de defensa y promoción de derechos políticos y humanos
internacionales. Los ciudadanos, de manera individual, están facultados para
solicitar el registro como candidatos independientes a cualquier cargo de
elección popular en la inmensa mayoría de los países del mundo. Pero debe
frenarse la idealización. Las candidaturas independientes y no son ninguna
panacea, sino una fórmula complementaria de la democracia representativa. Exagerar
su importancia puede resultar contraproducente y dar lugar a una excesiva
personalización de la política y los riesgos autoritarios que ello supone
La idealización de política ciudadana tiende a
simplificar las relaciones de poder puede dar lugar a grandes desilusiones, en
el mejor de los casos, y a autoritarismos, en el peor. La práctica de adular a
los ciudadanos diciéndoles exclusivamente lo que quieren escuchar es tan vieja
como la democracia misma y no debe sorprendernos que los pueblos,
periódicamente, opten por los más descarados y cínicos demagogos en las urnas.
En todo caso, lo que cambian son los medios de propalar los mensajes, los
cuales viajan hoy a velocidad de la luz por el internet y las redes sociales.
Sorpresa será cuando suceda lo contrario. El día en que la gente opte por un
candidato más por su responsabilidad, formación y meticulosidad antes que su
carisma o capacidad de emocionar a los electores llegaremos, quizá, también al
final de la civilización tal y como la conocemos ahora. Mientras tanto, los
recursos de populistas y demagogos seguirán siendo la mejor garantía de éxito
electoral.
El discurso ciudadano corre el peligro de al que
al confrontarse contra lo político se convierta en una estrategia facilona que
haga sentir al electorado como una perpetua víctima de sus gobiernos: pobres
hombres y mujeres que son objeto de constantes expolios de los malvados
políticos y que carecen de toda responsabilidad alguna en lo que pasa a su
alrededor. Se fomenta una hipócrita actitud enfocada a la destrucción de la
política responsable y de los esfuerzos por tratar de abordar de manera
racional las complicaciones de la vida real, con todas sus enrevesadas
contradicciones. El carisma, las simplificaciones, el maniqueísmo y el
victimismo sustituyen así la incómoda necesidad de profundizar. La ciudadanía no quiere pensar, no quiere
analizar, no quiere tener que estudiar nada. ¿Habrá alguien que se tome la
molestia de leer los programas electorales? Todo debe ser todo masticadito,
inmediato, facilito, listo para consumir. ¿Para qué partidos si lo mejor es un
ciudadano impoluto y noble?
La antipolítica es un lloriqueo irresponsable
que afirma que todos los políticos son iguales. Pero como no ha existido
sociedad sin organización y autoridad, ese destierro de “los políticos” no es
otra cosa que una invitación a otro tipo de liderazgo. En ese terreno abonado
por la antipolítica no tarda en aparecer el caudillo: “Ha llegado la salvación,
soy yo”. El líder autoritario es el mesías, el esperado, el cual no puede
emerger de entre las estructuras de la política formal ni, mucho menos, llevar
a cabo su misión redentora en los lentos y controlados cauces de la institucionalidad
democrática. La exasperación con las discusiones políticas, la creencia de que
los antagonismos se podrían erradicar si se antepusieran los “intereses
nacionales” y que los conflictos sociales son accidentales y eliminables “si se
hicieran bien las cosas”, evidencian una concepción de la política como simple
gestión de “lo que hay que hacer”. Fruto de ese pragmatismo falsamente
desideologizado que recorre este mundo lleno de ya Donalds Trumps, Bepes
Grillos, Pablos Iglesias y Hugos Chávez.
Cierto es que los partidos están en profundos problemas,
al grado que la viabilidad misma de la denominada “democracia representativa”
está en entredicho. La democracia moderna tiene lo que a juicio de muchos es un
irresoluble problema de representatividad, un dilema nada fácil de resolver.
Por supuesto, no basta con la pretendida asepsia de la “ciudadanización”. Las
controversias sobre el tema llegan a ser interminables y las respuestas esquivas.
Si bien los organismos tradicionales de representación han perdido legitimidad
y eficacia, nada ha surgido aun que pueda desafiar su preeminencia y nada puede
vislumbrarse claramente en el horizonte, y más vale entender de una buena vez
que el problema de la representatividad no se superará con simplemente aprobar
algunas reformas electorales tales como la reelección legislativa, imponer
restricciones al proporcionalismo electoral, dar rienda suelta a las
candidaturas ciudadanas y redactar una
nueva ley de partidos. Pero mucho puede ayudar trabajar a fondo en la democratización
interna de los partidos, lo que implica, en primer término, respetar
escrupulosamente las reglas de organización internas, asegurar la participación
de los adherentes en la vida del partido, descentralizar la toma de decisiones
y propiciar métodos para la rendición de cuentas de la dirigencia sobre cómo se
administran las prerrogativas de ley y los recursos públicos.
El vertiginoso desarrollo que experimentan las
sociedades democráticas contemporáneas obliga a los partidos a procurar vivir
en constante transformación. Por décadas se consideró que los partidos eran una
especie de “ejércitos” para los cuales era imprescindible una estructura férrea
y una incuestionable disciplina si es que querían salir victoriosos de la
“guerra democrática”. Recuérdese, por ejemplo, la célebre ley de hierro de la
oligarquía enunciada por Robert Michels: “quien dice organización, dice
tendencia a la oligarquía” y la descripción de Max Weber de los partidos, a los
que definió como “cuerpos que luchan por el poder marcados por la tendencia a
dotarse de una estructura marcadamente dominante”. Para sobrevivir al siglo
XXI, los partidos deberán transformarse para dejar de ser los andamiajes
rígidos y burocratizados descritos por Michels, Ostrogorski y Weber, y convertirse
en organismos dinámicos y flexibles.
Otro tema que ha vulnerado gravemente la
credibilidad de los partidos es el del financiamiento. Es fundamental mejorar
los mecanismos de fiscalización y ser muy cuidadosos en lo que concierne a las
formas en las que los partidos obtienen recursos de campaña, así como vigilar
de forma más estricta los topes de campaña. No faltan las voces que claman por
finalizar el financiamiento público a los partidos, pero nada mejor que el
derecho y en la transparencia como solución para evitar prácticas ambiguas o
ilícitas. Las regulaciones sobre el control de los recursos públicos entregados
a los partidos deben ser cada vez más estrictas. Ahora bien, el caso mexicano
constituye una notable excepción, ya que el Estado otorga cuantiosos recursos a
los partidos que han obtenido registro oficial, tras un proceso largo y
complicado, y lo hace previo a la celebración de elecciones. El atípico caso
mexicano de establecer condiciones muy difíciles de cumplir para que un partido
pueda obtener el registro y, una vez alcanzada esta meta, soltar mucho dinero y
canonjías ha corrompido notablemente al sistema de partidos. Como lo escribió
el ex presidente del IFE, Luis Carlos Ugalde, “Mucho dinero ha tenido efectos
perversos: ha burocratizado a los partidos, elevado sus nóminas, estimulado el
clientelismo y los ha alejado de la sociedad. Asimismo, ha encarecido las
campañas porque en lugar de que el dinero público inmunizara a los partidos de
la adicción al dinero privado, ha atraído más dinero privado”. Dinero llamó más
dinero. Los partidos se han convertido en administradores de “vacas gordas”,
según expresión de Jorge Alcocer, después de décadas de haber sobrevivido con
poco dinero, pero con mucha convicción, sacrifico y trabajo voluntario. Ahí
empezaba el ciclo destructor de la mística de la lucha opositora. Para Alcocer
“el dinero en exceso pudrió a los partidos”.
En México debe cambiarse la política de
financiamiento a los partidos, pero ello pasa por una reforma electoral que
elimine el proteccionismo del que disfrutan en la actualidad las organizaciones
tradicionales. Se debe entender de una vez que en las democracias actuales
existen criterios escalonados en lo concerniente al registro de los partidos
políticos. Es decir, se exigen diferentes condiciones a los protagonistas
electorales para participar en elecciones, recibir recursos públicos y acceder
a la representación parlamentaria. Se necesitan condiciones más estrictas que
las actuales para la obtención del financiamiento, el cual deberá cederse
únicamente después de celebrada la elección y solo a las organizaciones que han
demostrado poseer un mínimo de representación social real, tal y como sucede en
la inmensa mayoría de las democracias actuales.
Como lo ha dicho Seymour Martin, nada erosiona
más la vida democrática como el desprestigio y la parálisis de los partidos y
su incapacidad para ofrecer respuestas eficaces a las demandas de la
ciudadanía. No basta con reformar las instituciones y las reglas de la política
sí se carece de una visión estratégica que permita recuperar la credibilidad en
la política, hacerla eficaz y reconectarla con la gente. La labor demanda una
genuina voluntad de la clase gobernante de transformarse a fondo para
incrementar la participación popular en los procesos de toma de decisiones,
ampliar los horizontes de ciudadanía, establecer mecanismos más efectivos para
el combate de la corrupción. Si no se tiene en mente todo esto cuando hablamos
de modificar un sistema político, los cambios podrían terminar por ser
percibidos como superficiales o meramente cosméticos por la opinión pública.
También es posible que, dentro del maremágnum
del nuevo orden social, cuyas estructuras están aún por definir, las formas de
la democracia puedan renovarse y fortalecerse con aportaciones originales
plausibles y modelos inspirados en prácticas comunitarias no necesariamente
electorales. Movimientos, colectivos, organismos no gubernamentales y una
enorme cantidad de grupos no vinculados con los mecanismos de organización
política tradicionales ni interesadas en la participación electoral trabajan
enfocados en abordar temas específicos. Renovar la democracia pasa por otorgar
más poder de decisión a un mayor número de actores sociales, con un espíritu
abierto que destierre la anacrónica idea de que sólo la acción gubernamental es
suficiente para atender los temas sociales. Se requiere incorporar la energía e
iniciativa de la sociedad en la formulación de un cambio razonado y
participativo. Ello demanda descubrir nuevos términos de la relación humana;
remoción de prejuicios, una vigorosa revaluación intelectual, anímica y
organizacional y estar preparados para tomar más decisiones entre más
alternativas y con más participación.
*Publicado en Campaing & Elections México
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