Aficionado al fútbol americano soy, y por alguna extraña razón siempre le he sido leal a este equipo y lo sigo siendo a pesar de que estos chicos llevan un buen rato sin dar “pie con bola”, sobre todo desde que los compró un sujeto deleznable de apellido Snyder, especie de Jorge Vergara gringo que siempre anda metiendo su cuchara en todas las decisiones estrictamente deportivas de los Redskins y que incluso es más perjudicial para su causa de lo que es Jerry Jones para los infames Lecheros de Dallas lo cual, créanme, ya es decir mucho, ¡Muchísimo!
Pues bien,
mis Redskins hoy, además de estar terminando con una temporada execrable, son acusados
de utilizar como mote un término “racista por algunas asociaciones de nativos
americanos, además de por personajillos y politicastros que no tienen nada
mejor que hacer. El colmo llegó cuando
el presidente Obama irresponsablemente se unió a las voces críticas que exigen
a los pieles rojas que cambien de apodo. ¡Qué pena que este presidente tan
medianito se dedique a quedar bien con la progresía más afecta a la los excesos
de la corrección política en lugar de
dedicarse a tratar de enderezar su tan malhadado gobierno!
Es fácil,
muy fácil, que la corrección política se
deslice con naturalidad hacia los extremos. Es cierto que una dosis saludable
de moderación en el discurso debe
contemplarse para no caer en actitudes racista u ofensivas y de maltrato a las
minorías, pero el problema empieza cuando en el afán de no
herir con las palabras se llega, de plano, a restringir el derecho de libertad
de expresión, al ridículo o a pretender anular, como en el caso de los Redskins,
una tradición bastante añeja y completamente inofensiva que jamás a tenido la
pretensión de ofender a nadie. Porque si bien es cierto que el apelativo de “pieles
rojas” fue un peyorativo utilizado por ciertos sectores de la población blanca
hace mucho tiempo, lo cierto es que el término
tuvo su origen en una expresión nativa, una forma en la que los
indígenas norteamericanos se autodenominaban y con orgullo, por cierto. Hasta
el diario digital Slate, de
orientación liberal y que fue uno de los precursores de la campaña anti redskins,
acaba de reconocer que este apelativo fue, efectivamente, auto asignado Ror los
indígenas norteamericanos y que las comparaciones con insultos como “nigger”,
wetback” o “chink” no tienen razón de ser.
El debate
público en Estados Unidos y muchos países más (incluido México) se ha llenado
de fáciles acusaciones de homofobia, racismo, xenofobia, sexismo, maltrato
animal y desprecio por la discapacidad o por la religión ante ya casi cualquier
alusión, broma o comentario. Muchos nos preguntamos, sin por ello apoyar
ninguna actitud racista o excluyente, si tanta exageración se ha vaciado de
sentido común. Lo peor es que los abusos de la corrección política provocan cansancio
del ciudadano, cada vez más harto de escaladas que rozan el absurdo, y
lamentablemente dan lugar a que comentaristas y políticos demagogos extremistas
utilicen la lucha contra la corrección política como arma para hacerse
populares. Así, mientras unos se afanan para ser políticamente correctos y en
elaborar discursos nada ofensivos y "democráticamente inclusivos",
otros explotan con mucho éxito exactamente lo contrario. Es el poder de la
incorrección que en Estados Unidos exhiben tipos como Glenn Beck, Rush Limbaugh y el Tea Party y en Europa gente como
Aznar, el checo Václav
Klaus y el incorregible Silvio Berlusconi.
El fenómeno
ha contagiado a todo el debate público. Mientras se multiplican las denuncias de
los pudibundos contra la publicidad, la televisión, Internet o la ficción
políticamente incorrectos crece el éxito de los Simpsons, Peter Griffin (Family Guy), el doctor House o Dexter.
Quien se desmarca claramente de la corrección política tiene garantizada la
atención pública. El discurso políticamente correcto, de tan exagerado, se
percibe como hipócrita por una creciente parte de la sociedad. Los excesos
alimentan los excesos. Las salidas de tono de algunos políticos posiblemente no
serían tan efectistas de no existir el extremo contrario, cuando la corrección
pierde su función de defensa de las minorías y se adentra en el eufemismo trivial.
El adjetivo “Piel
Roja” no tiene un origen peyorativo y según varias encuestas los nativos
americanos de hoy no se sienten en su mayoría ofendidos por el mote. De hecho,
un sondeo efectuado por el prestigiado Annenberg Public Policy Center arrojó
que el 90% de los nativos no tienen problema con el apodo. Asimismo, las
encuestas demuestran que, de forma abrumadora, los aficionados al Fútbol
Americano se niegan a que los Pieles Rojas cambien de nombre. Se trata de un
juego de políticos oportunistas ociosos que pretenden medrar con este indigno debate
y que solo provocan reacciones con la misma intensidad, pero en sentido
contrario. Como lo dijo muy oportunamente el mariscal de campo piel roja Robert
Griffin III, en el único momento de lucidez que ha tenido este año catastrófico
el pobre muchacho: “En el país de la libertad se nos quiere tener como rehenes de la tiranía
de la corrección política.”
Para ser efectiva, la corrección política debe
servirse en dosis inteligentes oportunas y moderadas.
Así que, amigos, Heil to the Redsins! Forever!
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