Una de dos: o Rusia jamás debió haber entrado al G7, o el G7 debió primero modificar sus bases y objetivos para entender que integraba a un país que salía de un largo régimen totalitario y que carecía de una economía funcional y de tradiciones democráticas, pero que no había dejado de ser una potencia mundial con intereses imperiales. Le ha faltado a occidente buenas dosis de realpolitik en su tratamiento a Rusia. Fue el G7 un instrumento concebido en la lógica de la Guerra Fría, y sus miembros eran aliados que compartían valores económicos y políticos similares de apoyo de la democracia multipartidista y respaldo de la economía de mercado, ah, y que tenían un enemigo común: la Unión Soviética. Terminada la Guerra Fría el club terminó por hacer la apuesta estratégica suponiendo que Rusia se moría por adoptar estos mismos valores. Pensaban que esta era la mejor forma de contribuir a fortalecer la trayectoria de Rusia hacia el buen gobierno, la libertad política y el comportamiento internacional responsable. Hoy venmos como esta estrategia fracasó estrepitosamente, y buena parte de la culpa la tiene occidente por haber asumido una actitud demasiado soberbia y condescendiente con la que, a fin de cuentas, es una potencia mundial, al menos en lo militar. Evidentemente, también tiene gran responsabilidad en este fracaso la oligarquía que se ha hecho del poder en Rusia, absolutamente ajena a cosas como la democracia o el libre mercado. No existe por tanto la comunidad de intereses que caracterizó al G7.
Bajo la presidencia de Putin han sido
acalladas y reprimidad de diversas formas las voces de la oposición, incluidos
los disidentes políticos y religiosos, homosexuales y lesbianas, los
periodistas y los líderes de negocios de mentalidad independiente. Incluso la
economía rusa, con su abrumadora dependencia de los hidrocarburos, apenas
califica como "industrializada” o “moderna”, ya por no hablar de
competividad. Y en cuanto a su política exterior Rusia ha dejado claro que no
es un miembro responsable de la sociedad internacional.
El ataque de Moscú en Crimea no sólo viola un
principio cardinal de la orden europea de posguerra contra el uso de la fuerza
para reorganizar las fronteras nacionales, sino que también demuestra el
desprecio de Putin por las normas internacionales que el G-8 siempre pretendió encarnar.
Pero, a fin de cuentas, Rusia sigue ahí como
una superpotencia militar capaz de destruir varias veces al mundo con el enorme
arsenal nuclear que posee. ¿Qué debe hacer occidente? Por lo pronto, no puede
darse el lujo de dejar de dialogar. Quizá el formato del G8, para muchos
obsoleto, no sirva a este propósito, pero debe buscarse un formato más eficaz
que ayude a occidente a dialogar directamente con Rusia.
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