domingo, 2 de marzo de 2014

Crimea: El Regalo Envenenado de Nikita Kruschev


 

Las cosas en Ucrania se están poniendo al rojo vivo y debe admitirse que parte de la responsabilidad es de Occidente. Desde luego que las añoranzas imperiales del gobierno de Putin mucho tienen que ver con la descomposición de la situación tanto en Ucrania como en otras regiones de la ex URSS y de la propia Rusia, pero el menosprecio y las omisiones del gobierno de Obama y de la UE, en  flagrante olvido de que Rusia cuenta – y mucho- en el tablero internacional han contribuido de forma decidida a la formación de la actual crisis. Ni Estados Unidos ni Europa deberían ser tan simplistas al tratar el problema de Rusia. Bastantes errores se han cometido por ningunear a una Rusia humillada y acomplejada

Lo que se juega hoy en Ucrania trasciende sus límites geográficos para expresar un gran desafío estratégico. Se trata de la puerta al Cáucaso, región que posee la segunda reserva mundial de hidrocarburos. Y en el destino de toda esta importante zona la península de Crimea es vital. La situación de Crimea es sumamente explosiva. Pertenece a Ucrania, pero la mayoría de sus habitantes son rusos. Tras ser conquistada en la década de 1770 por el imperio zarista, fue colonizada fundamentalmente por rusos, que se sumaron a los tártaros, judíos y otras minorías que ya vivían allí. En el XIX fue escenario de la espectacular derrota de las tropas británicas en la batalla de Balaclava, cuando la famosa carga de caballería de la Brigada Ligera contra los batallones de artillería e infantería rusos, acabó en un desastre sin paliativos debido a la prepotencia, estupidez y escasa preparación del mando inglés. Aquella batalla alimenta el imaginario de una Rusia fuerte, del mismo modo que lo hace el sitio de Sebastopol, en aquella misma guerra de Crimea, cuando la ciudad desplegó una resistencia épica al asedio que la sometieron franceses y británicos durante un año. Vale la pena recordar que aquella guerra, que se libró entre 1853 y 1856, tenía su origen en la sospecha británica de que Rusia ambicionaba los Balcanes y en particular Turquía aprovechando la decadencia ya patente e imparable del imperio otomano.

Stalin, que quiso que el reparto de las zonas de influencia después de la Segunda Guerra mundial entre el primer ministro británico, Winston Churchill: el presidente estadounidense Franklin Roosvelt, y él mismo se firmara en Crimea, en Yalta, hizo pagar un precio muy alto a parte de la población de la península cuando expulsó a los tártaros a Asia central por considerarlos colaboracionistas de los nazis. En 1954, el dirigente soviético Nikita Jruschov (como decíamos, ucraniano) dio un giro a la historia de aquella península que hasta entonces había pertenecido a Rusia, al regalarla a Ucrania. Actualmente, la mayoría de los casi dos millones de habitantes son de origen ruso, el 25% son ucranianos, mientras que los tártaros que han empezado a regresar en los últimos años constituyen el 13%. Como se ve los ucranios no alcanzaron un número destacado hasta que en los años cincuenta –después del “regalo”- muchos de los habitantes de Ucrania occidental fueron trasladados de manera forzosa a la península. Cuando Ucrania logró su independencia en 1991, Moscú y Kiev se dividieron la flota y Ucrania alquiló tres de las bases a Rusia. Dicha flota está compuesta por unos 80 buques y 15,000 hombres. Hoy, Crimea es escenario axial  en una preocupante escalada del conflicto ucraniano, y Occidente sería muy irresponsable si soslaya los importantes antecedentes históricos y trata el asunto únicamente desde un punto de vista maniqueo o simplista de “Potencia abusadora contra país chico vulnerable”. Esa ha sido la óptica del Departamento de Estado y de la UE. Es de esperar que la actitud cambie.

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