Las cosas en Ucrania se están poniendo al rojo vivo y
debe admitirse que parte de la responsabilidad es de Occidente. Desde luego que
las añoranzas imperiales del gobierno de Putin mucho tienen que ver con la
descomposición de la situación tanto en Ucrania como en otras regiones de la ex
URSS y de la propia Rusia, pero el menosprecio y las omisiones del gobierno de
Obama y de la UE, en flagrante olvido de
que Rusia cuenta – y mucho- en el tablero internacional han contribuido de
forma decidida a la formación de la actual crisis. Ni Estados Unidos ni Europa
deberían ser tan simplistas al tratar el problema de Rusia. Bastantes errores
se han cometido por ningunear a una Rusia humillada y acomplejada
Lo que se juega hoy en Ucrania trasciende sus límites geográficos para expresar
un gran desafío estratégico. Se trata de la puerta al Cáucaso, región que posee
la segunda reserva mundial de hidrocarburos. Y en el destino de toda esta
importante zona la península de Crimea es vital. La situación de Crimea es
sumamente explosiva. Pertenece a Ucrania, pero la mayoría de sus habitantes son
rusos. Tras ser conquistada en la década de 1770 por el imperio zarista, fue
colonizada fundamentalmente por rusos, que se sumaron a los tártaros, judíos y
otras minorías que ya vivían allí. En el XIX fue escenario de la espectacular
derrota de las tropas británicas en la batalla de Balaclava, cuando la famosa
carga de caballería de la Brigada Ligera contra los batallones de artillería e
infantería rusos, acabó en un desastre sin paliativos debido a la prepotencia,
estupidez y escasa preparación del mando inglés. Aquella batalla alimenta el
imaginario de una Rusia fuerte, del mismo modo que lo hace el sitio de
Sebastopol, en aquella misma guerra de Crimea, cuando la ciudad desplegó una
resistencia épica al asedio que la sometieron franceses y británicos durante un
año. Vale la pena recordar que aquella guerra, que se libró entre 1853 y 1856,
tenía su origen en la sospecha británica de que Rusia ambicionaba los Balcanes
y en particular Turquía aprovechando la decadencia ya patente e imparable del
imperio otomano.
Stalin, que quiso que el reparto de las zonas de influencia después de la
Segunda Guerra mundial entre el primer ministro británico, Winston Churchill:
el presidente estadounidense Franklin Roosvelt, y él mismo se firmara en
Crimea, en Yalta, hizo pagar un precio muy alto a parte de la población de la
península cuando expulsó a los tártaros a Asia central por considerarlos
colaboracionistas de los nazis. En 1954, el dirigente soviético Nikita Jruschov
(como decíamos, ucraniano) dio un giro a la historia de aquella península que
hasta entonces había pertenecido a Rusia, al regalarla a Ucrania. Actualmente,
la mayoría de los casi dos millones de habitantes son de origen ruso, el 25%
son ucranianos, mientras que los tártaros que han empezado a regresar en los
últimos años constituyen el 13%. Como se ve los ucranios no alcanzaron un
número destacado hasta que en los años cincuenta –después del “regalo”- muchos
de los habitantes de Ucrania occidental fueron trasladados de manera forzosa a
la península. Cuando Ucrania logró su independencia en 1991, Moscú y Kiev se
dividieron la flota y Ucrania alquiló tres de las bases a Rusia. Dicha flota
está compuesta por unos 80 buques y 15,000 hombres. Hoy, Crimea es escenario
axial en una preocupante escalada del
conflicto ucraniano, y Occidente sería muy irresponsable si soslaya los
importantes antecedentes históricos y trata el asunto únicamente desde un punto
de vista maniqueo o simplista de “Potencia abusadora contra país chico
vulnerable”. Esa ha sido la óptica del Departamento de Estado y de la UE. Es de
esperar que la actitud cambie.
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