domingo, 18 de octubre de 2009

Omar el palurdo


Cuentan que durante la guerra de liberación que los talibanes efectuaron en contra de los soviéticos en los años ochenta (con la entusiasta ayuda de Estados Unidos) uno de los jefes guerrilleros sufrió en pleno combate una herida en la cara que le provocó el desprendimiento de un ojo, el cual quedó colgando casi la altura de la boca. El guerrillero, lejos de amilanarse con tan terrible daño, se limitó a arrancarse el globo ocular, tirarlo al suelo y seguir luchando sin emitir ni una queja de dolor. Esta demostración de gallardía le hizo ganar al guerrillero Omar una fama de valiente que le ayudó a crecer dentro de la estructura del talibán hasta llegar a ser su líder máximo y gobernante de Afganistan una vez que la URSS fue expulsada del país.

Omar es un palurdo con prácticamente nula educación que ni siquiera es un mullah de verdad pero, eso sí, es muy vanidoso. Es alto, corpulento y cuentan que aterroriza con la mirada "tan implacable como la de un halcón" de su único ojo. Tímido, al extremo de ser enemigo de la conversación, Omar siempre prefiere permanecer calladote escuchando las opiniones de los demás. No conoce el más mínimo refinamiento, al contrario de lo que sucede con Osama, de tan distinguido porte y hasta amante de la poesía. Por ejemplo, conocida es la anécdota de que durante la boda de uno de sus incontables hijos, Osama leyó una bella poesía titulada: "Las partes de los cuerpos de los infieles volaran como partículas de polvo". A diferencia de su fino amigo que había nacido en una cuna de oro saudita, Omar fue el primogénito de una familia numerosa de campesinos muy pobres. Eso sí, tiene pretensiones de iluminado que jamás se le han visto a Bin Laden. Aunque su régimen rehuyó el culto a la personalidad para no ofender a Allah, Omar el semianalfabeto fue proclamado 'amir-ul momineen' (príncipe de los creyentes), título que ningún afgano se había atrevido a arrogarse en casi dos siglos. También presume de soñar con Allah y de poseer un manto que perteneció al Profeta. Pero hasta ahí. Prohibió que le fotografiaran y jamás construyó (como sí lo hizo Bin Laden) una personalidad mediática. Se convirtió en una especie de gobernante sin rostro que se ocultaba en su mansión de Kandahar y sólo se apareció por Kabul en dos ocasiones. Administraba personalmente los fondos del gobierno afgano en dos cofres de hojalata que guardaba junto a su cama: uno para los afganis (la moneda local) y otro para los dólares, aunque batallaba mucho con eso de hacer cuentas. De hecho, si ingresaban a las arcas estatales divisas de otros países que no fueran dólares Omar prefería rechazarlas de inmediato "para no hacerse pelotas". Lo suyo, lo suyo, era la crianza de chivos, aunque, al parecer, jamás los entrenó para ejecutar acciones terroristas.
Omar huyó tras la invasión norteamericana y, obviamente, pasó a un segundo plano en lo concerniente al interés mediático internacional frente a la fama de Osama Bin Laden, quien representa, hasta la fecha, el máximo villano para la “cruzada antiterrorista”. Irónico resulta ahora que el menospreciado Omar sea quien tenga hoy en jaque a las fuerzas de la coalición como líder “moral” de un movimiento insurgente que ha ganado terreno en gran parte de Afganistán enfrentándose a las mucho mejor equipadas fuerzas estadounidenses y de la OTAN, y ahora, lejos de ser apenas una insignificante nota al pie en un texto de historia, representa un irritante e intrincado desafío de seguridad para el gobierno de Barack Obama. Un desafío cada vez más complejo que ha consumido a los asesores del presidente, ha dividido al Partido Demócrata y está provocando la frustración de un número creciente de estadounidenses.

¿Será Afganistan el nuevo Vietnam, y será no tanto Osama la pesadilla de Obama, sino Omar, el asno de Kandahar? Aunque muchos opinan que se trata de una comparación improcedente de acuerdo a la abismal diferencia entre ambas guerras, lo cierto es que de agravarse la situación militar Afganistan se convertirá en una calamidad para Obama, quien debería aprovechar su premio Nobel de la Paz como pretexto para salir corriendo, total. Y es que el mullah Omar, ese cerril cuenta-chivos, ha logrado uno de los más notables retornos militares de la historia moderna. Hace apenas unos tres años Afganistan parecía un capítulo cerrado y ahora es el dolor de cabeza número uno del “Imperio”, en buena medida gracias a la leyenda de Omar, quien no es ni estratega militar ni tiene la posibilidad operativa de ser el cerebro que planea los astutos cambios de tácticas o de propaganda que los talibanes han instrumentado en los últimos años. No puede actuar abiertamente, hay demasiada gente persiguiéndolo, además ser tuerto no lo ayuda a pasar desapercibido, precisamente. Pero con los talibanes ha pasado lo que con Al Qaeda: funcionan como una especie de “concesión de franquicias”, como una red descentralizada de combatientes con diversas motivaciones unidos por la hostilidad hacia el gobierno afgano y las fuerzas extranjeras y una lealtad ciega al silvestre de Omar.

Estados Unidos debe reconocer la necesidad de entablar negociaciones tanto con los talibanes que Hillary llamó “buenos” como los malos de Omar. No es posible infligir una derrota militar total a los talibanes, además, no por nada le dicen a está tierra tan salvaje "la tumba de los imperios", así que a buscarse una salida dizque “honorable” y a salir de la ratonera cuanto antes, que Omar el burdo ha ganado la partida.