La historia de la V República
Francesa está llena de colosales duelos entre estadistas de gran estatura
política e histórica. En las elecciones presidenciales francesas han competido
personajes como Charles De Gaulle, Francois Mitterrand, Lionel Jospin, Valery
Giscard d’Estaing, George Pompidou. Incluso Jacques Chirac tenía su grandeur. Pero en esta ocasión se
enfrentarán en las urnas galas dos personajes ampliamente cuestionados: Nicolás
Sarkozy y Francois Hollande. El primero es el mandatario que ha descendido a
los niveles más bajos de popularidad para un presidente francés desde el fin de
la Segunda Guerra Mundial; el segundo es un político sin ninguna experiencia
gubernamental ejecutiva (más allá de haber sido alcalde del Tulle, un
pueblito), nada carismático y cuya principal virtud, al parecer, es no llamarse
Nicolás Sarkozy.
Sarkozy mucho entusiasmo a
electorado francés al ganar las elecciones con un discurso transformador que
prometía liberalizar y agilizar la economía francesa, tan afectada por un obsoleto
dirigismo estatista. "Soy de derecha, pero no soy conservador”, decía
Sarkozy cuando se presentaba como un liberal modernizador y hablaba de
adelantarse a los tiempos y dejar atrás viejos clichés nacionalistas para
devolver a Francia a la productividad y a la plena competencia internacional.
Tras cinco años de vacilaciones y retrocesos, aunados a una palmaria
vulgaridad, Sarkozy ahora busca reelegirse recurriendo a una retórica
ultraconservadora y xenófoba. Ya habla de sacar a Francia del tratado de Schengen
(que permite la libre circulación de personas en Europa), de someter a
referéndum los recortes de los derechos de los inmigrantes y los desempleados y
de proteccionismo comercial. A toda esta retórica nacionalista y xenófoba le
vino como anillo al dedo la lamentable matanza de Toulouse perpetrada por un
islamista radical, que le permitió al presidente explotar su imagen
de“protector” y de líder decidido, único capaz de enfrentar las amenazas del
terrorismo.
Por su lado, el anodino
candidato socialista Francois Hollande logró imponerse en las primarias de su
partido esgrimiendo como una de sus principales virtudes precisamente su
anticarisma, convertido en ventaja después de que Francia ha padecido un quinquenio
de un algún líder percibido como excesivamente protagónico. Hollande se
compromete a apegarse, de ser electo, a un estilo presidencial opuesto al de
Sarkozy. Bautizado como monsieur
normalité por los medios, Hollande ofrece una vuelta a la “normalidad”,
desterrando protagonismos frívolos. “Reivindico una sencillez que no es
represión, sino marca de la auténtica autoridad”, ha dicho. Los socialistas
tienen larguísima temporada de estar fuera del poder. El último presidente
socialista, Mitterrand, abandonó el cargo en 1995. La intensa crisis que padece
la socialdemocracia europea ha sido particularmente severa con los socialistas
galos. Por eso Hollande también se decidió por un claro giro a la izquierda en
el discurso. “¡El cambio es ahora! Movilicémonos, unámonos, y haremos ganar a
la izquierda”. El aspirante socialista señaló al mundo de las finanzas como “el
verdadero enemigo” como ese sistema que “no tiene nombre ni cara, no será jamás
candidato y no será elegido, y sin embargo, gobierna”. Será esta, quizá, la
última oportunidad del Partido Socialista de recuperar la presidencia, y han
decidido echar toda la carne al asador. Creen que una vuelta “a los origenes”
(aunque sea solo a nivel retórico) mucho les puede ayudar, y las encuestas son
prometedoras: le dan a Hollande una ventaja de hasta ocho puntos para la
segunda vuelta electoral, aunque descartar a un político tan tenaz como lo ha
sido siempre Sarkozy es prematuro.
Pero más allá de las cuestiones
de personalidad y estilo, quien gane las elecciones deberá enfrentar una
delicadísima situación económica y social. La prestigiada y liberal revista The
Economist ha acusado a los dos principales candidatos de ser demasiado
timoratos en las propuestas para afrontar la acuciante crisis actual. Pero lo
cierto es que los franceses poco quieren saber de reformas a fondo. Sarkozy
había anunció una batería de reformas como las que hizo en Alemania el ex
canciller Gerhard Schroeder y gracias a las cuales la “locomotora de Europa
germana” recuperó dinamismo económico y competitividad, pero la idea no tuvo
ninguna repercusión electoral. Por eso el presidente se olvidó de las reformas
y viró con fuerza al populismo. Y es que Francia padece una incontrolable
estatolatría. La nación gala invierte el 56% de su PIB en financiar su
Administración. Tanto Sarkozy como Hollande han presentado programas para
equilibrar los presupuestos en unos cuantos años, sobre todo, a base de
incrementar impuestos, pero de recortes se habla poco. Todos los candidatos se
refugian, a final del día, en el nacionalismo, que tan caro le es a los
orgullosos electores franceses. Hollande subraya que Francia debe ser “dueña de
su destino”, y propone renegociar el tratado europeo que promovieron Sarkozy y
Merkel para salvar al maltrecho euro. Ni que decir de la candidata del
ultraderechista Frente Nacional, Marine Le Pen, que sugiere sacar a Francia del
euro, “reindustrializar” el país y acabar con la “invasión islámica”. A la
extrema izquierda, y ganando puntos todos los días, Jean-Luc Mélenchon piensa
que todavía es posible la jubilación universal a los 60 años, subir el salario
mínimo hasta en un 20% y limitar el sueldo máximo que puede ganar un francés a
360,000 euros anuales. El único que habla de acotar al obeso estado francés es
el centrista François Bayrou, que sugiere un recorte de 50,000 millones de
euros. Consecuencia: no tiene ni la más remota posibilidad de pasar a la
segunda vuelta.
Y los desafíos presupuestales
no son el único problema. La balanza comercial presenta un déficit de 70,000
millones de euros, las exportaciones van a la baja en casi todos los rubros, el
desempleo acecha el 10% y la competitividad de la nación va en tobogán a la
baja. La deuda pública representa el 90% del PIB. Todos los elementos para un
desastre están a la vista. Y no solo es la economía. La situación social de Francia empieza también
a ser escandalosa: a los cuatro millones de parados hay que sumar 10
millones de subempleados y las inequidades se han agudizado en los años del
gobierno de Sarkozy. La disparidad de ingresos ha llegado a niveles
intolerables. La explosividad social se dejó sentir no hace mucho con la
rebelión en las banlieues (los
suburbios) y las tensiones no ceden. Este descontento ha dado lugar a que las
opciones extremas a la izquierda y derecha gana peso. El xenófobo Frente
Nacional (fundado por Jean Marie Le Pen y que ahora postula a la telegénica
hija de éste, Marine) es la opción predilecta entre los jóvenes franceses entre
18 y 24 años. La demagogia lepeniana repite las sobadas fórmulas del
nacionalismo a ultranza: abandonar el Euro, renegociar “todos los tratados
europeos para recuperar la soberanía nacional”, prohibir la discriminación
positiva que protege a las minorías; restablecer la pena de muerte, cosas como
estas son los estandartes de la mujer que marcha tercera en los sondeos.
El drama de las democracias
actuales es que la inmensa mayoría de la gente vota con las vísceras y no con
la razón. Decir las crudas verdades en campaña solo puede acarrear
impopularidad. Mucho exigimos propuestas completas y precisas, pero cuando un
candidato honesto se arriesga a presentarlas con todos los pros y contras, los
electores se alejan de él. En Francia Hollande al principio pensaba que
bastaría con la impopularidad de Sarkozy para hacer de la elección un paseo
triunfal de los socialistas en su retorno al poder, un poco como lo había hecho
Rajoy en el duelo en el que venció a Zapatero, pero el presidente francés es,
pese a todos sus defectos, un rudo luchador que no se da por vencido. La imagen
de líder decidido o protector y la demagogia nacionalista le han ayudado mucho
a recuperar puntos y a volver a ser competitivo.
Ante estos desafíos, Hollande
ha debido entrarle de lleno a las grandes promesas: ¡Impuesto hasta del 75%
sobre las rentas más altas! La feria de las palabras vacuas está a la orden,
como en toda buena campaña electoral. Pero sucede que en una democracia en la
que se abusa de la demagogia, de las promesas que nunca se concretan, del
marketing y de las maniobras para desacreditar al adversario, un sector
creciente de los electores empieza a hartarse. Son muchos los que no se
resignan a optar por “el menos malo”. En Francia se calcula que el
abstencionismo en las próximas elecciones podría llegar al 35%, una cifra
perturbadora para una democracia como la de la V República Francesa. De Gaulle
y Mitterrand (el Águila y el Zorro) deben estar revolcándose en sus tumbas.
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